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Channel: Hija no hay más que una... (Gracias a Dios)
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De cumpleaños, minivacaciones y mal karma

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En agosto fue mi cumpleaños y mi hermana, consciente de mi mal estado mental y mis ojeras con la profundidad de las fosas Marianas, me regaló una estancia en un lujoso hotel de Marbella con su maravillosa piscina y su thalasso spa y lo que es más fabuloso, con la prohibición explícita de llevar niños, que al parecer eso es una cosa que se lleva mucho entre los hoteles modernos. Imagino que para aliviar la culpa de los padres que dan esquinazo a los vástagos y se lanzan al mundo del descanso y para que ya que le dan esquinazo a los suyos, no acaben sufriendo los gritos, llantos y porculerismos variados de los hijos de los demás.

¿Qué os puedo contar? Pues que todo fue maravilloso, relajado, adulto, con nuestros cócteles en la piscina, nuestro spa con gorro arranca dignidad, nuestras siestas y hasta nuestra noche de juerga… una alegría para el cuerpo. Para el mío y para el del pater. Pero claro, tanto relax en solitario y tanto bienestar como nopadres no podría traer nada bueno detrás, que el karma es un cabrón y ya estaba estudiando cómo hacernos pagar que le hubiéramos mentido a la niña para largarla a casa de mi hermana y hubiéramos abandonado al pequeño con su minimochila y su bolsón de pañales en casa de la mamma.

Así que cuando volvimos a la realidad, ya sin biquini ni mojito ni borsalino molón, y con los dos pelirrojos recolgados del cuello cual mandriles, la cosa empezó a ponerse fea y no sólo por el estrés de deshacer cuatro maletas y poner dos millones de lavadoras, sino porque los pelirrojos empezaron a ponerse verdosos y, como diría mi madre, a ponérseles ojos de cabra enferma.

Y así fue como empezamos una semana de diarrea infernal en el caso de la primogénita, que salía disparada en mitad de la madrugada rumbo al wc dando corretadas por el salón como un caballo percherón para infarto de toda la familia, que nos levantábamos aterrados sin saber si lo que estaba pasando era un tsunami o un terremoto o si estaba soñando y en realidad aún no había terminado el instituto.

Y ante este panorama, Cigoto empezó a portarse sorprendentemente bien, tan relajado y tranquilito, dejándonos atender a la pelirroja, que empecé a sospechar que algo no cuadraba. Después de una lucha cuerpo a cuerpo con patada en la mandíbula incluida, para ponerle el termómetro, descubrimos que el señorito tenía fiebre, que a su vez nos descubrió un maravilloso virus de mocos por doquier y penosismo extremo.

Así que nada de colegio, ni de calle ni de ganas de vivir. Todos hacinados en casa en un buffet libre de virus variados que nos vamos intercambiando cual familia bien avenida para no aburrirnos.

A mi hermana le he dicho que el año que viene me compre una camiseta. De las baratas.


Los deberes y otros castigos divinos

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Como si no tuviéramos ya bastante en esta casa infestada de virus pelirrojos variados, falta de tiempo hasta para toser e insomnio permanente con sus buenos sobresaltos a media noche por los gritos de uno u otro o porque a una servidora se le olvidó poner el móvil en silencio, ahora ha llegado un nuevo enemigo a nuestras vidas: los deberes.

Que ya ves tú que yo no pensaba preocuparme por esto de las tareas hasta por los menos segundo de Primaria cuando llegaran las tablas y las divisiones y la vida académica más allá del rey u y el panadero p y ya estuviera una más recompuesta de esto de la maternidad doble y el malvivir. Pero no. Al parecer hacer deberes desde la guardería es lo más. Sobre todo si quieres que tu hijo sea ingeniero aeronáutico o notario. Que no se puede aspirar a una carrera de éxito y a un sueldo bruto generoso si no haces repeticiones en cadena de caligrafía desde los cuatro años, con lápiz en forma de triángulo y una goma Milán mordisqueada.

Al principio, la cosa no era muy grave. Un carilla cada fin de semana de repetición de la letra p, con sus recovecos y sus cuadrículas y su sentarse con la pelirroja y su parsimonia infinita a dejarme carcomer por los nervios, pero una carilla al fin y al cabo por semana. Pero claro, la cosa ha ido avanzando y la niña que se ve que ya tiene la universidad a la vuelta de la esquina, está ya en serio con el libro de lectura y no con nuestra cartilla Palau la mar de mona y pedagógica, sino un libro con mucha mala pipa y con las letras desordenadas que tenemos que leer cada día con los ojitos güertos y la paciencia en mínimos históricos, con un lápiz gigante que le trajo mi hermana de Ibiza para señalarle las letras que tiene que ir leyendo o amenazarla si empieza a desvariar cantando canciones de Frozen mientras finge pensar en la m.

Pero por si esto no fuera poco, la niña que es floja de nacimiento y una subversiva frente al poder académico establecido, no termina ni una puñetera ficha cada día en el colegio  y la señorita en señal de castigo -hacia ella por floja y hacia mí por haberle trasmitido los genes de la flojera- nos la manda a casa, para que la terminemos en nuestro salón, mientras el pater habla con clientes por el móvil fingiendo que no ha perdido la cabeza, Cigoto toca la trompeta y yo planeo alistarme en la Legión Extranjera más pronto que tarde y sólo volver a casa los Jueves Santo con una cabra, para saludar a la familia y custodiar al Cristo de Mena.  
Y claro, yo soy partidaria de que los niños han de hacerse responsables de sus tareas, de que las hagan solitos y no con las madres pegadas a la chepa, como las hacíamos nosotros que nos buscábamos la vida antes de que empezara Bola de Dragón o los Mosqueperros. Pero claro, el pasotismo de la pelirroja es nivel maestro y por miedo a que la señorita me denuncie por negligencia académica y me quiten la custodia educativa de mi primogénita, me veo obligada a dejarme la garganta y la cordura pegándole voces para que se siente y comience a trabajar, mientras protesta como si la llevara al paredón y se inventa mil excusas para no sentarse. 

Que si ahora voy cuando termine el episodio, que si primero voy a hacer pipí, que si tengo mucha hambre, que si eso ya me lo sé...  y así hasta que tengo un brote psicótico y tengo que controlarme para no lanzar la libreta por la ventana y salir a la calle a pegar tiros.

Vamos, que estoy por hacerme la moderna y quitar a la niña del colegio con la excusa de estar en contra de alguna cosa que se me ocurra como el inglés por fonemas o las divisiones. Pero claro, entonces no tendría dónde meterla cinco horas diarias e igual hasta me obligan a educarla en casa, como tengo yo los nervios.

Vamos, que no tengo salida. Cuando llegue a Secundaria me voy a las misiones. Anda que no.

La peluquería

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Como soy una madre negligente, nunca había llevado a la pelirroja a la peluquería y cada vez que me daba la vena creativa le metía la tijera a traición en la bañera, que para eso la niña en remojo entra en coma y no entera de nada, y el pelo rizado camufla todas mis fechorías, que no son pocas.

Pero claro, aquello ya era un desaguisado muy hippie y la criatura que quiere estar a la moda, me pedía que le hiciera trenzas y con esto de los trasquilones no había manera, básicamente porque cada mechón era dos veces más corto que el anterior y al final me quedaba una trenza deforme y cortísima y con un rabo muy largo. Una trenza paranormal.

Todo ello sumado a que yo lucía una melena de heavy calluno, con puntas de rata vieja fruto de las mechas de anciana que me echaron el año pasado, me dejó claro que era el momento de ir a la peluquería en familia como quien viene de las Urdes después de cinco años encerradas en jaulas.

Y allá nos fuimos, con nuestras maltrechas melenas sin cita ni paciencia, ilusionadas por nuestro futuro look de estrellas de cine y nuestro relax capilar.

Por supuesto todo fue caos. Desde el minuto uno que la pelirroja le dijo al peluquero que ella quería que la peinara una chica ‘que zaben máz de moda’ y se negó siquiera a que le lavara la cabeza, sabía que el karma nos castigaría. Y así fue.

Como no podía ser de otra manera, nos tocó la peluquera más choni del lugar por lo que la opción de pedirme un tinte y un corte creativo quedó eliminada, en pro de un sencillo corte de puntas del pelo pantojil de mi persona y una melena para la pelirroja.

La peluquera a la que pillé peleándose, imagino que con el novio tras un biombo made in Taiwán, que tenían en mitad de la peluquería para dar caché y sofisticación al local, vino cargada de violencia callejera y si me hubieran arrancado uno a uno los funículos, me hubiera dolido menos que el desenredo de la peluquera despechada con un cepillo de plástico de los chinos y las pupilas on fire.

Por suerte, sólo me dejó la melena una cuarta más corta de lo quería y cuando iba a protestar me miró con cara de loca y me dijo ‘¿para qué querías ese pelo tan largo si tenía un aspecto de pena?’. Y noté que le latía la sien, así que asentí, que una loca con tijeras es una loca Premium.

Y luego le tocó a la pelirroja a la que mientras le lavaban la cabeza, le hicieron dos lavados nasales, con su consecuente histeria, incoporación con los pelos chorreando y gritando y dándose golpes con todo como una Anna Sullivan cualquiera, para terror de todo el local que creía que la niña estaba poseída por los efectos de la droga carnívora

Luego, también tuvo que sufrir el desenredo de la muerte pero la lagartona ni protestó a diferencia de los dramas caseros, imagino que porque la peluquera daba más miedo que yo, lo cual ya es mucho decir.

Y al final, tocó el corte, y a la pobre me la dejaron como un Cristóbal Colón venido a menos, sin un solo tirabuzón y con cara de haber llegado del pueblo. Por supuesto se negaron a peinarnos ‘porque así se os quema menos el pelo’ aunque yo creo que era por expulsarnos y que los demás no vieran cómo habíamos empeorado con nuestro rudimentario cambio de look y dado el nivel de agresividad de la peluquera nos pareció bien.

Luego nos fuimos de compras con nuestras melenas supercortas y nuestros pelos chorreando a pique de coger una pulmonía doble, y al pasar por un espejo, dijo la pelirroja con cara de circunstancia ‘Mamá, yo creo que estamoz un poco máz callunaz ¿a que zí?’.

Y no pude mentirle. Así que acabamos en el McDonalds para ahogar las penas en carbohidratos, que es como el alcohol de los niños.

Así que ahora, además de tener la melena de Consuelo Berlanga, tengo 300 gramos más de grasa en las caderas y un McFlurry llamándome a gritos desde la nevera. Así no se puede.

Todo al rosa

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Cigoto es un buen tipo. Vale que hace maldades sin descanso –desde meterse entero en el váter a masticar cables a dos carrillos-, vale que trata de comérselo todo, desde restos de pared o chicles usados a mendrugos de pan duro o colillas de tabaco, vale que no quiere carro ni brazos sólo correr con su pataje de anciana artrítica y perderse en el gentío para cargarse mi poca estabilidad psíquica, pero en el fondo es un buen tipo.

Básicamente porque la criatura está condenada ya no a ser el segundón al que nadie hace ni caso y va sobreviviendo como puede, buscándose la vida a su bola, sino a ser el eterno heredero no de las cosas de un hermano mayor, que puedan estar llenas de pelotillas pero al menos son del mismo género, sino de las cosas de la pelirroja amante del fucsia y la purpurina.

Hay que dejar claro que no soy tan mala gente y sobre todo que paso de guardar cosas, como tengo yo los armarios y el síndrome antidiógenes, pero claro a veces hay que improvisar en esta vida que llevamos entre virus letales y falta de sueño y al final sin quererlo, no nos queda otra opción que tirar de altillo.

Así, el pobre Cigoto va a la guardería con una mochila fucsia con una fresa gigante de charol en medio, heredada de la hermana. Que sí, que voy a comprarle una, pero entre que la mayoría son de ruedas o son pequeñas para meter las mudas o, voy a dejar de fingir, que no tengo ocasión ni de echarme body milk, que tengo las piernas como si tuviera la lepra, así que mucho menos de buscar mochilas, el pelirrojo va contento con su mochila asarasada como si fuera el masca de la clase.

Y más de un pijama de Kitty le ha caído y la chichonera de la cuna y las sabanitas son rosa chicle llenas de lazos y ositas y lo mismo le coloco los calcetines de las Monster de purpurina que encima le van grandes, que le coloco el albornoz de Minnie con un lazo de lunares XXL en el pecho.

Pero eso no es todo, la hermana que está loca por ser estilista me lo disfraza en cuanto el angelito se me descuida y al final lo tengo vestido de princesa con una tiara clavada en las sienes más contento que unas pascuas, pero negándose a bailar el vals y a que la hermana le dé vueltas porque él es más de saltar desde la mesa al sofá y jugarse la frente. Con cancán y todo.

Yo le digo a la gente que es que soy una moderna y los juguetes no deben ser sexistas y si el chiquillo quiere jugar a las cocinitas o vestirse de princesa lo hará, cuando en realidad es que la criatura no tiene muchas más opciones. De hecho, cuando va vestido de Maria Antonieta siempre se monta en la moto Feber pegando voces desde el pasillo, imagino que para dejar claro que preferiría vestirse de Spiderman o de Iron Man, pero que se conforma con ser una futura descabezada.

Y es que la cabra tira al monte porque ayer mismo le saqué la cocinita de Kitty de la hermana para que diera rienda suelta a sus institintos culinarios y antes de que me diera la vuelta ya me la había desmontado y estaba patinando sobre la vitrocerámica, con la puerta del horno a modo de escudo.

Pero con la tiara real de la Bella, claro, que a eso no piensa renunciar.

El cuento de la buena haba que nunca se acaba

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Cuando yo era novata y despertaba a la niña a zarandeos para ver si respiraba y no le había dado una muerte súbita de ésas mientras dormía, y me quejaba del malvivir de biberones por doquier, noches en vela, deposiciones en bucle y visitas a horas intempestivas al Materno, lampando por verla cumplir los 16 años y salir de paseo con el novio de la mano, las madres expertas me decían que era una ilusa y que la maternidad es un malvivir continuo desde que el espermatozoide se une con el óvulo y empiezas a tener las náuseas y los ardores de la muerte, hasta que te vas de este mundo.

Es decir, que a medida que van creciendo se solucionan unos problemas pero vienen otros, que tener a tu hijo soltero y parado a los 42 es más preocupante que un resfriado con inicio de bronquitis. Y lo peor es que tienen razón.

Vale que la pelirroja ya es prácticamente independiente y no hay que limpiarle el culo ni darle de comer ni mercerla hasta que los brazos se te alarguen tres centímetros, pero a cambio la tengo todo el día suplicándome para que le preste mi móvil y jugar a vestir a la Barbie con ropa de fulana, cantando grandes éxitos del verano, incluido el Bailando de Enrique Iglesias, contoneándose como una miniadolescente y lampando por colocarse mis tacones y mi sujetador para poder bailar ‘en condissiones’ que ahora pasa de cecear como una garrula a sesear como una Mari en dos segundos y medio.

Y lo peor no es que me preocupe el futuro de choni poligonera con tintes marujiles que parece que nos espera, sino el alto precio que hay que pagar porque se haga mayor, como mantener hora y media de conversación sobre si Blanca es más amiga de ella o de Beatriz, porque ella quiere jugar a Frozen y las otras al escóndite y al parecer eso es un drama vital de los gordos.

Y luego están los deberes, que el colegio de mi niña imagino que sólo prepara notarios porque cada día tenemos una hoja de caligrafía y una hora de lectura, lo que teniendo en cuenta que me levanto a las 6.30 cuando todavía no tengo ni los órganos bien colocados y no llego hasta las cuatro, con los ojitos de cabra muerta, iniciar una lucha a las cinco de la tarde para que se siente a trabajar y destinar al asunto casi hora y media diaria de mi existencia, es poco menos que una tortura, máxime si mi madre me espera para tomar café, pretendo arreglar la casa o tengo cualquier cita importante, en cuyo caso muero de estrés infinito.

Pero luego, me siento con Cigoto y en menos de cuatro minutos ya ha tratado de suicidarse cinco veces, sofá abajo, mordiendo cables, metiéndose en la caja destinada a las pinturas de su hermana o corriendo con un tenedor en la mano, lampando por quedarse tuerto y poniéndome la tensión al máximo.

Entonces me doy cuenta de que no hay salida y de que el malvivir y la maternidad son términos que van de la mano como Big Mac y sobrepeso o Gran Hermano y edredoning. Entonces me propongo un plan de ahorro para comprarme una nanny filipina, que recoja los gusanitos chupeteados de Cigoto que ahora me encuentro flotando en mi cocacolazero y de paso atienda las dudas metafísicas sobre la amistad y la vida de las sirenas de la pelirroja y si no que al menos para un billete al Caribe. De ida por supuesto.

Igual alguna os apuntáis y nos hacen precio. Que todo es verlo. 




Agotados

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Que tu segundo hijo sea un terrorista es una cosa muy mala. Porque si es el primero igual te acostumbras a que la maternidad es a ese nivel de malvivir tipo entrenamiento militar yihadista e igual hasta cierras las puertas de tu útero para que no te venga un segundo terromoto a ponerte las neuronas del revés, pero si después de un niño de comportamiento ligeramente normal o incluso nivel pelirroja, que ya te ha dejado exhausta, con más mala cara de la que esperabas para tu edad y con las fuerzas al mínimo, te llega un loco de la colina dispuesto a arrancarte los últimos coletazos de vida, es para pedir la inyección letal o buscar un país sin acuerdo de extradición y esconderte bajo una piedra.

Eso es lo que nos pasa en casa con Cigoto, que nos ha llegado tarde a casa y ahora no tenemos fuerzas para enfrentarnos a su fuerza y agilidad sobrehumana, a su inteligencia extraordinaria y a su maldad si límites y lo dejamos destrozarnos la casa y la vida, mientras nos dejamos morir por cualquier esquina tragando red bulles y pharmatones a ver si levantamos cabeza.

Cigoto vive al acecho de que alguien se olvide de cerrar la puerta del cuarto de baño y una vez dentro se debate entre meterse en el váter - todo él-, comerse los discos desmaquilladores y vaciar todos los botes de gel, meterse en la bañera para descalabrarse con la mampara o inundarlo todo abriendo y cerrando el grifo del bidé como si no hubiera un mañana. Y eso siempre que no esté dentro el cubo lleno de  la fregona, en cuyo caso mete la cabeza hasta que le falta el aire y la vuelve a sacar, chorreando y lleno de Don Limpio hasta las cejas.

La otra opción es meterse en la cocina, sacar las especias y echarse al gaznate tres puñados de pimienta o una guindilla o tres lametones a un palo de canela y por supuesto luchar por tratar de abrir el tabasco sin que de momento haya dado resultado.

También coge lápices y me pinta la pared o el letrilandia de la resignada hermana, o me tira los libros y cds de la estantería con si fuera una mujer al borde de un ataque de nervios en una película de Almodóvar y lo mismo se come uno de mis pendientes que se echa por encima tres chicates de vinagre entre carcajadas de loco.

Y como vea un parque de columpios te mete tres patadas en los costados y sale corriendo a subirse con la agilidad de un tití a toboganes, castillos y balancines, pero no a los pequeños, que en realidad son para niños mayores que él, sino a los grandes, a matarse vivo subiendo la escalera o tratando de tirarse boca abajo y con la lengua fuera.

Y una, lo persigue a medio gas, porque no tiene fuerza ni para tragar saliva y porque sabe que Cigoto es invencible como el mal y aunque se ponga de pie en el balancín de mayores y trate de ir de esquina a esquina a la pata coja y con una cesta de puercoespines en la cabeza, jamás se cae y si lo hace nunca se hace daño.

Si ya me lo dijo la maestra de la guardería que era para llevarlo al Circo del Sol... Aunque más que un piropo, yo creo que me lo decía en serio a ver si lo perdía de vista.

Es que Cigoto es mucho Cigoto.

Mucho te quiero perrito... y otras falacias

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Da igual que sea yo la que le haga peinados de choni avanzada tipo tres trenzas y dos ranitas acabadas en cola de caballo que me llevan una vida y tres años de envejecimiento prematuro, o quien la lleve al cine para volver a ver Frozen, a pesar de que la vemos en casa en bucle desde hace cuatro meses, que sea yo la que la lleve y la traiga del baile y la que vea sus conatos de suicidio al ritmo de 'La Niña de Puerta Oscura' a taconazo limpio o la que escuche sus intrigas palaciegas del patio de quién es más amiga de quién y por qué hoy no ha jugado a 'zapatito blanco, zapatito azul...' Da igual que me deje las tres neuronas en volver a explicarle cómo se escribe la f y me quiera arrancar los ojos con la tercera canción de la 'Madre Petra' que me grita en el oído. La pelirroja es del pater y no hay nada que hacer.

Yo ya lo tenía asumido aunque pensaba que ahora que le dejaba ponerse mi sujetador para jugar al SingingStar igual ganaba puntos, pero no. La niña sigue fiel a sus convicciones, aunque eso sí, como tonta no es y sabe que yo soy bipolar y lo mismo le dejo jugar con mi móvil nuevo que se lo quito de las manos al grito de 'no puedo tener nada bonitooo', ha iniciado una nueva estrategia de 'bienqueda', pregonando su amor por mí a los cuatro vientos, pero sólo por quedar bien, claro. 

Así, se pasa el día preguntándose cómo se escribe la 'que' y si la m tiene dos o tres montañas para escribirme en una servilleta 'mamá te quiero mucho', con tanta intensidad, que el otro día como no quedaban servilletas en la churrería cogió la que tenía el azúcar encima para que mojara los churros y casi deja ciego al pobre Cigoto por una lluvia de glucosa.

Y así me veo recibiendo mil declaraciones de amor en cajas de patatas grasientas del Mc Donald's o en servilletas usadas y claro allí no pone ninguno de los mensajes amorosos que ella jura que pone, sino 'Manoj qgsqjaiuwst ro' y encima me toca fingir que sé lo que pone y mostrar sorpresa y emoción, como tengo yo los biorritmos después de levantarme a las seis y media cada día...

Pero eso no es todo, cuando la acuesto por la noche, en la intimidad de la oscuridad y previendo que el hermano escale posiciones en mi corazón, me suelta extrañas y surrealistas declaraciones que no sé cómo interpretar... Un día me dijo que jamás, jamás, jamás se iba a ir de la casa y que cuando tuviera novio iba a dormir con nosotros en nuestra cama. O sea, el pater, ella, el novio y yo y cuándo le pregunté por el hermano, se rio como si fuera una obviedad y me dijo, pues en otra cama con su novia al lado de la nuestra.

Ante esta imagen, obviamente, tuve que tomarme una pastilla para poder dormir. Aunque eso sí, me dijo que cuando se fuera a la luna de la miel con su novio, me iba a invitar y bueno, me vine arriba. Que yo por el Caribe mato.

Otro día me dijo que me quería más que cien hombres andando por China -juro que es verídico-, cuanto menos una declaración turbadora que no sé exactamente qué significa porque cien hombres son muchos, pero en China eso es un mojón con la de gente que hay...  A saber.

Y ayer mismo, me dijo que siempre, siempre, siempre me iba a querer aunque me pusiera muy, muy fea. Y eso sí que me pareció inquietante. Y hasta insultante diría yo. Como diciendo, bueno, que sepas que aunque seas un cardo, no sólo te quiero sino que cuando la cosa vaya a más, que irá, voy a seguir queriéndote. 

Manda huevos la maternidad.

Encierros forzosos y otros dramas

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El problema de vivir estresada y fuera de tu propio cuerpo para poder ganarle dos segundos a la materia -que con dos segundos una madre te hace una torre Eiffel de palillos de dientes y una tortilla de dos huevos- es que vas a loco sin saber adónde vas y, lo que es mucho peor, por dónde pisas. 

Y a veces no pisas o pisas mal, te acabas cayendo de boca ante la atenta mirada de transeúntes, desparramas el bolso por la acerca y de paso te partes el pie. Así, a lo grande. Pues más o menos eso es lo que me pasó a mí el lunes y desde entonces, como si fuera un castigo divino, ando encerrada en casa cual Rapunzel, con el pie escayolado en alto y esquivando los envites del pelirrojo, loco por catar la novedad  que se presenta ante sus desquiciados ojos.

Lo peor de este asunto es que yo soy lo que viene a denominarse una inútil, con la agilidad de un insecto palo y no sólo coqueteo con la muerte cada vez que le doy a la muleta o a la pata coja y veo mi vida pasar delante de mis ojos, sino que además, vivo en un segundo sin ascensor con una escalera que le quedaría estrecha a Kate Moss, y con un pasamanos pensado para liliputienses, a la altura de mi rodilla. Vamos, el panorama ideal para morir en caída libre.

Así que vivo encerrada en casa como si tuviera una agorafobia severa y, cual anciana con roete, me voy desplazando en la silla de oficina del despacho con una velocidad pasmosa, pero eso sí, he de hacerlo marcha atrás para pillar impulso-no tengo ni idea de por qué- por lo que no veo por dónde voy, lanzándome a lo loco como si fuera una catapulta casera, ni sé qué voy arrasando, tanto así que el otro día le pillé el pie a la pelirroja y por poco tenemos a otra tullida en casa.

Como a veces se me olvida mi vida infernal, pensé por un momento que igual podría verle color al asunto y al menos, mientras tengo la pierna en alto, podría leerme ese libro que estoy lampona por leer o todas las revistas que me ha traído el pater. Por supuesto, todo es mentira. Y mi única actividad, además de barrer sentada en mi sillita cual lisiada hacendosa, consiste en evitar que la pelirroja con su empanamiento habitual no dé un giro más de la cuenta y se me venga encima o que el pequeño malandrín no aparezca corriendo de detrás del sofá como un pequeño mohicano, con el palo del recogedor en la mano para tratar de clavármelo en la pantorrilla escayolada.

Pues eso, que ni tullida descansa una.

La baja, la escayola y el Belén

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Ya me lo dejó dicho el traumatólogo. Que tuviera el pie en alto para que no se me obstruyeran las venas y se me complicará el riego sanguíneo. Y claro, entre la falta de tiempo de tullida estresada y el miedo a que cigoto me entrara a matar en mitad de la escayola con el palo del recogedor -que lo mismo le vale para tocar el cuerno del paleolítico que para maltratarnos a todos garrote en alto-, pues lo he tenido más en posición de huida desde mi silla de despacho de Ikea.

La cuestión es que imagino que el riego se me ha complicado porque me he animado a hacer un Belén de plastilina con la pelirroja. Hala. Porque mi falta de lucidez y yo lo valemos. Y ahora me veo involucrada en discusiones diarias sobre si las vacas son más o menos grandes que los cerdos y si las ovejas tienen alas o no. Es lo que tiene quedarse sin riego sanguíneo.

Para ser justos diré que esta es una iniciativa que me emociona, que a una siempre le han gustado las manualidades en general y la plastilina en particular, pero como soy una malamadre pues quiero hacerlo en soledad para hacer monerías y no conejos con caras deformes que dan pavor de sólo mirarlos o no tener que fingir que a la pastora pelirroja cuyo pelo me he currado a base de tirabuzones, le va muy bien la mirada estrábica que le ha puesto la niña. Y cuando no mira, trato de arreglar los desaguisados que ha ocasionado en mi Belén, quiero decir en nuestro Belén, pero al final siempre me pilla y me pone cara de asesina en serie y al final he de conformarme con la pastora bizca. No hay derecho.

Y luego tengo a Cigoto, lampón por saber qué demonios nos traemos entre manos, deambulando a nuestro lado en plan suavón para ‘goler’ y distrayéndonos con sus monerías para coger un pato –que parece una paloma- y jalárselo antes de que podamos echarlo en falta. Que Cigoto tiene buen paladar. Y lo mismo se nos come un pato-paloma, que le pega un bocado a la barra fucsia y sale despavorido a esconderse bajo la mesa para degustar el festín.

Así, que para evitarle una gastroenteritis a la criatura –y que nos quedemos sin colores para terminar el Belén, que todo hay que decirlo- tenemos que trabajar en nuestro proyecto a escondidas, a horas intempestivas y sin descanso, que la pelirroja está entusiasmada con el asunto. Tanto así, que anoche a las cuatro de la mañana abrí un ojo dios sabe por qué y me la encontré frente a frente, respirándome a la cara en la oscuridad y casi me arranco la escayola de terror. Que no gana una para sustos.

‘Mamá, que ya no tengo sueño, vamos a hacer la Virgen, no seas flojilla...’

Pues eso, que yo quiero que me den el alta.

Efectos colaterales de la cojera

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Mi padre siempre ha dicho que los cojos tienen muy mala leche, como que los que padecen de estómago son gente desagradable, que a mi padre le gustan mucho establecer el carácter de cada uno en función de sus dolencias. Y funciona. Porque otra cosa no, pero mi padre siempre tiene razón.

De ahí que ahora que le doy a la cojera estoy al borde de la crisis nerviosa y el triple parricidio a cada minuto, que esto de la invalidez de la pierna derecha es una cosa muy mala y muy de convertirla a una en el señor Scrutch un domingo de resaca. Vamos, que saca lo peor de mí como las ancianas colonas en la cola del supermercado y me veo refunfuñando con mi pijama desigual –que no de Desigual-, con mi pinza en pelo de Mari de extrarradio y mi cara desencajada de bruja, arrastrándome con mi silla de escritorio y derrapando en las esquinas como un piloto de Fórmula 1 casero.

Sin embargo no toda la culpa es mía ni de mi lesión metatarsiana, porque es imaginarme con la pata en alto pero sola y con tiempo suficiente para verme toda la filmografía de la Davis o el reality de las Kardashian que acabo de descubrir y casi me da un colapso de la emoción, pero claro, ése nunca es el plan.

El plan es vivir apoltronada en mi silla de piel plastiquera, impulsándome con la pierna buena, que cada vez es menos buena, soportando estoicamente los virus de Cigoto, que no nos abandonan por muy tullida que esté una, que la Providencia no es compasiva con mi nueva situación, lidiando con Tiburina, la princesa Sofía, Peppa Pig y otras lindezas martilleándome el hipotálamo y haciendo la vista gorda ante las fechorías del benjamín, que pasan por espachurrar el zumo pestoso ése que lleva leche para lanzar el chicate contra la tele, amasar magdalenas que luego me lanza a la pierna escayolada o hacer guardia con su carrito de la compra lleno de zapatos frente al baño, que es su templo de oro, cuando sabe que voy a entrar a ducharme. Que ése es otro cantar.

Y la pelirroja para la que hacer los deberes es como que le den descargas eléctricas, que se pasa el día vestida de majara haciendo bailes extraños y pintándose como una puerta para luego refregarse por la pared, empieza a tenerme miedo, viéndome gritarle con la vena en la frente y las mandíbulas desencajadas. Pero es que pasarse tres horas negociando para que se ponga a hacer los deberes es para volver loco a cualquiera. Así que a una coja ni te cuento…

Pero aunque a veces me den ganas de dar en adopción a la primogénita, el aspirante es peor. Peor que cualquiera. Y anoche mismo, mientras yo trataba de meditar y sacar este estrés que me invade toda, el pelirrojo no tuvo otra que abrir con sus manitas una caja de maizena de las grandes y espolvorearla hasta el último gramo por el suelo de pizarra de la cocina.

Y cuando ya todos teníamos blancas hasta las pestañas, mientras el pater trataba de limpiar el desaguisado, el pequeño se escapó de mi placaje extremo y sin saber cómo cual prestidigitador premium se hizo con un paquete de arroz Sos de kilo y lo fue derramando no sólo por la cocina sino por toda la case sin que nadie pudiera cazarle hasta que el paquete ya estaba prácticamente vacío.

Y yo mientras mascando bilis en mi asiento de Ikea sin poder salir corriendo a arrancárselo o escapar al bar de abajo a por un cóctel. O dos.

Así, que igual mi mala leche extrema no viene sólo por la cojera sino por ser madre de dos pelirrojos hiperactivos, que son una dolencia como otra cualquiera. Vamos, que se lo voy a contar a mi padre para que la incluya en su lista.


De 'peshitos' y travestismos

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Si hay algo que la pelirroja desea con toda sus fuerzas, además de un pony volador o tener superpoderes, es un sujetador. Con sus aros y su poquito de relleno y si además puede ser de encaje y wonderbra, mejor, que sencilla lo que se dice sencilla no nos ha salido. 

Y en cada cumpleaños, reyes o fiestas de guardar me pide uno porque lo necesita 'muchizísimo ¿o ez que no vez que tengo pechitos?' y estruja los brazos hasta el borde de la asfixia para que le vea las minilorcillas que según ella son pechos de la talla cien que le destrozan la espalda a sus cinco años recién cumplidos.
Normalmente, haría de malamadre y le compraría ocho para que se callara o me haría la muerta para que dejara de atormentarme, dependiendo del día que la bipolaridad es lo que tiene, pero el temor a tener a una miniadolescente de cinco años acechando detrás de la puerta, como tengo yo los nervios, me obliga a tener tiento y a tratar el asunto con delicadeza y diálogo de ése del que hablan los pedagogos que no tienen hijas pelirrojas.

Pero da igual. Yo me quedo hablando sola en mi sofá fingiendo ser buena madre y explicándole que hay cosas para las que aún no tiene edad y que no hay que tener prisa por crecer -esto lo vi en un episodio de Caillou súper inspirador- y en cuanto me descuido se escapa a mi dormitorio y se coloca mi sujetador 'para poder bailar en bien', que se ve que sin sujetador es bailar en mal y eso no puede ser. Y pasa de mi cara.
Así que el mes pasado me encontré con un pack de camisetitas tipo sujetador deportivo de kitty para niñas revejías, eso sí sin aro ni relleno ni nada que se le asemejara a un sujetador, sólo nos faltaba eso, pero que igual daba el pego. Y digo si lo dio. Loquita está con sus 'pesshitos' como ella llama a la pseudocamiseta y ahora la tenemos todo el día en el salón con la falda del baile regional, los tacones y el 'peshito' de Kitty haciendo el majara con el hula hop.

Pero lo peor del asunto es que quiere llevarlo siempre puesto, como si fuera un amuleto o una férula, incluido para el colegio, transparentándosele a través del polo del uniforme para buscarme un disgusto con las monjas. Y a punto estoy a veces de hacerlos desaparecer, pero luego cuando vamos al parque -bueno cuando íbamos que todavía estoy tullida y enclaustrada- la veo tan emocionada enseñándole a las amigas la nueva adquisición y el bordado de la cara de kitty y los brillantitos y a las amiguitas que se ve que también quieren ser reina de la primavera, mirándolos boquiabiertas, que no sólo me ablando sino que me da una ternura muy grande y me recuerdo a mí misma y a mis gigantocejas emocionada con mis 'peshitos' de fresitas que me compró mi madre.

El problema es que el otro día cuando hacíamos la carta de Reyes me dijo que iba a pedir otros 'peshitos''pero mejol que zean negros o de oro y con boquetillos' -léase de encaje- y hubiera caído desmayada si tres segundos después no hubiera aparecido Cigoto con los peshitos de Kitty a modo de banda de reina de las fiestas, luciendo su travestismo tan dislocaito que no se lo pudimos quitar ni para dormir, que claro la criatura vería que aquella era la prenda estrella y quería subirse al carro de la moda.
De hecho, ahora para sumar fuerzas frente a los Reyes, la pelirroja dice que si le traen los 'peshitos de verdad de boquetillos y brillantez' los va a compartir con el hermano y que va a dejar que se los lleve hasta a la guarde.

Pues eso, que me van a quitar la custodia.

Arboleando

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Ayer montamos el árbol, que cada uno vive el deporte de riesgo como quiere, que hay gente a la que le da por hacer puenting o rafting o escalar con un desfiladero a la espalda y a mí me da por hacer un árbol con los pelirrojos y dos millones de bolas que se rompen. Cada uno gestiona la adrenalina a su manera.

Para ser sinceros, diré que dada la malignidad innata del aspirante y su vocación de deshacerlo todo, me planteé la posibilidad de no poner árbol, pero la Navidad es la Navidad y después de darlo todo con mi Belén de plastilina y mi metatarsiano estrosaíto no iba a amilanarme ahora, máxime cuando Cigoto ya se había comido un pato, la cabeza de un pastor y tres bolas de pimienta que se supone que era la comida de los cerdos y había sobrevivido estoicamente.

Así que nos pusimos manos a la obra, con un ataque de alergia de lo malos, que los ácaros navideños los carga el diablo, tirando del árbol de dos metros diez y con la pelirroja embistiendo desde atrás con las patas de hierro verde a pique del apuñalamiento o una violación de las malas hacia mi persona.

Como somos mala gente y le tememos más al hermanísimo que a la cepa del ébola, aprovechamos que se estaba echando la siesta matutina para ponernos con el asunto con toda la alevosía del mundo.

Después de casi perder un ojo con una de las flores de plástico tipo pascuero y ser ensartada por otras dos cual fakir improvisado, que las flores made in China es lo que tienen, tuvimos que negociar arduamente sobre la disposición de las bolas. Esto es, las feas van por la parte de atrás que va pegada a la pared y las bonitas en la parte frontal para engañar al personal.

Pero claro, para la niña la bonita no es la que simula una lamparita de araña o la bola con un angelito encima o el miniportal que mi padre trajo de México de mil colores, para la niña los bonitos son un muñeco de nieve con cara de pervertido cuyo cuerpo es como un muelle dado de sí y que ocupa tres cuartas partes del árbol, un muñeco de corcho con sombrero de copa y mil kilos de purpurina que no sé de dónde ha salido y que para ser feo tiene hasta dos bocas, yo creo que porque era una versión desechada de una fábrica tercermundista y otros horrores similares que le quitan a una el espíritu navideño.

Pero al final tras una ardua conversación y algunas cesiones (muchas cesiones) por mi parte, montamos el árbol. Extraño, descompensado y con algún que otro objeto raruno colgando por aquello de la diversidad y arte kitsh como una pulsera de perlas que le regalaron a mi madre con un suavizante y el colgante de un gato de Primark con pinta de haber sobrevivido a la sarna.

El problema gordo vino cuando Cigoto se despertó, salió corriendo por el pasillo como  un toro en los San Fermines, derrapando en casa esquina y parándose perplejo justo a tres centímetros de estamparse contra el árbol.

Después de dos millones de interjecciones, emocionado como si hubiera tenido una aparición, mirando las luces y las bolas y los colgajos extraños, tan contento que hasta aplaudía, decidió que ya era el momento de terminar con aquello, que para Cigoto un árbol dura el tiempo que tarda uno en descubrirlo y admirarlo y antes de poder hacerle un vídeo para la posteridad fue a por su carro de la compra y empezó a descolgar las bolas hasta dejarme los bajos raquíticos sin un brillo que echarme a la boca.

Así que ahora hemos tenido que subir todos los adornos en la mitad superior del árbol, apelotonados sin ton ni son y en los bajos nada más que hojarasca y pobreza y aunque el resultado es un horror, estábamos contentos con nuestra eterna sabiduría para mantener a los pelirrojos con vida, hasta que Cigoto ha cogido el taburete de Ikea, lo ha subido encima del mueblecito de ruedas y ha intentado subirse como una cabra gitana malabarista para seguir capturando adornos hasta que prácticamente lo he cogido en el aire poco antes del triple salto mortal...

Pues eso, que al final sí que voy a comer Suchard.

Las vergüenzas

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Imagino que es la preadolescencia temprana pero a la pelirroja la vergüenza la invade toda. Que digo yo que es lo que tiene el pavo anticipado, que lo mismo te pides un sujetador de encaje para los Reyes, que huyes a tu cuarto a esconderte bajo la cama a mirarle a los ojos a los pelusones cuando vienen las visitas.

Aparentemente esto no sería un problema tan grave, no tan grave al menos como que Cigoto –ahora también conocido como el Pequeño Nicolás- trate de meterse en el horno hipnotizado por su luz interior o que me lance botellas de cocacola a los pies para que las esquive, como si fuera una trampa de un templo de Indiana Jones.

Pero no, lo de la pelirroja es igual de grave porque que venga tu tía a medirle los bajos del pantalón del chándal y la niña esté encerrada en el baño con pestillo y todo como si acabara de venir candiman, pues tampoco mola. Porque una a la que esto de la maternidad le saca lo peor de sí como las colas de los supermercados y las teleoperadoras incombustibles, se debate entre los diálogos civilizados para quedar bien delante de las visitas o la locura extrema nivel ingreso permanente, a través de la puerta como un negociador hasta que la niña sale, con su cara sonriente y sus ojos cándidos a saludar escondida entre sus tirabuzones sin decir una sola sílaba.

Más complicado es en la calle, que cuando alguien le dice lo guapa que es o le pregunta como se llama, contesta con un susurro como una niña en camisón llegada del más allá y antes de que le contesten, se me coloca rauda y veloz detrás de mi espalda, con la cabeza incrustada en mi rabadilla, al borde de partirme la columna, que de hecho la gente que me ve por delante y que cree que voy sola, dada la anchura vil de mis caderas, queda mitad aterrada mitad asombrada ante mis saltos espontáneos fruto de los envites de la primogénita.

Lo peor es que ahora que el frío azota la ciudad y llevo el abrigo del Hobbit conmigo, la niña se me mete dentro haciéndome parecer un centauro, con lo poco que me gustan a mí los centauros y lo poco que me favorece a la figura. Vamos, que casi la prefería cuando enseñaba el culo a los transeúntes.

PD. Que no se alarme nadie, que en cuanto coge carrerilla y pierde el pánico escénico inicial a lo Pastora Soler, atormenta a la gente con su repertorio de canciones de la madre Petra y Frozen y sus exhibiciones de presunto baile regional a ritmo de la Niña de Puerta Oscura... Ahí es nada.

La letra pequeña de la Navidad

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La Navidad me está matando. Como en años anteriores desde que me di a la maternidad pero en peor. En mucho peor. Porque este año soy coja a tiempo parcial, porque este pie tullido lo mismo va bien, que se pone tonto y se me rebela y claro así no puede una entregarse abiertamente a la batalla campal de las compras y dice el traumatólogo que qué quiero, que por lo menos hasta dentro de dos meses no andaré bien. Como si yo tuviera dos meses.

Y además de esta cojera extraoficial, este año soy bimadre y no como el año pasado cuando metía a Cigoto en el carro y a volar. No. Ahora Cigoto es un ser independiente, que ambiciona hacerse con el poder mundial y esparcir toda su maldad allende los mares, dejando trastornados a dependientas, camareros y a sus consaguíneos que lo sufren en toda su plenitud. Que el otro día mi madre amenazó con dejarme tirada en los probadores infantiles de Zara, mientras la primogénita daba giros en leotardos –en solo leotardos- por media tienda –que se ve que su vergüenza es selectiva- y el hermanísimo le lanzaba botas de montaña a la cajera que las esquivaba la criatura escondiéndose tras el mostrador.

Pero no todo es cigotismo, también sufro a la pelirroja que está en plan Beyoncé y no admite que no se la escuche atentamente cuando canta por Elsa de Frozen y una se ve obligada a agudizar las trompas de Eustaquio como cuando hacía los listening de examen 1º de BUP con el miedo en el cuerpo a perder alguna estrofa o alguna de sus actuaciones memorables a leñazo limpio contra el mobiliario o sus transcendentales conversaciones surrealistas sobre los Reyes Magos o las preferencias alimenticias de los camellos en invierno. Una cosa muy de ibuprofeno.

Y todo mientras mi madre me apremia para que bajemos a comprar en una de esas sesiones maratonianas que a ella le gustan ‘que no veas el retraso que llevo por tu culpa’ –esto es, manda huevos, porque me partí el pie y no pude hacer de Lazarillo de Tormes dando bandazos con los ojitos güertos por El Corte Inglés-, o mis amigas dicen que qué pasa con las comidas de Navidad y las copas de después y la pelirroja tiene una calendario de belenes y cuentacuentos navideños y yo ni siquiera tengo una carta de Reyes que echarme a la boca. Como tengo el armario de raquítico.

Y por si no fuera poco, ahora me toca hace un trabajo manual para Nochebuena, un ‘amigo artesano’ que me inventé el año pasado para intercambiar con mi familia, cuando me invadió el espíritu navideño y la sinrazón, y que este año trataba de eludir. Así que en diez minutos libres que tenía entre la rotura de la puerta de la nevera que se me vino encima cual satirón de discoteca a la cinco de la madrugada y que ahora hay que abrir como si fuera una cámara acorazada, y limpiar la cocina para que Sanidad no nos cierre el chiringuito, decidí ponerme a hacer un huevo de chocolate.

La idea era mojar un globo en chocolate, dejarlo secar hasta que se pusiera duro y quitar el globo. Aparentemente sencillo. Aparentemente. El primero nos quedó – y uso el plural porque la pelirroja huele trabajo manual y se me adhiere a la cadera- tan fino que se partió cuando le quitábamos el globo, así que el segundo lo empapamos con una capa de medio centímetro de grosor de chocolate fondant y antes de poder posarlo en el plato, me explotó en la cara. En toda la cara. Toooooda. Y después de dejármela como si hubiera metido la cabeza en el cuenco, con los ojos pegados de pegotones, los restos del globo siguieron volando como poseídos, esparciendo pegotes de chocolate como un aspersor y dejando al pater y a la pelirroja cual dálmatas y a la cocina para que viniera la ‘maga riego’, que diría mi abuela.

Pero sin perder mi nuevo rollo slow –esto es la misma mala leche, pero metiéndola para adentro- me fui al baño a quitarme las plastas no sin antes encontrarme a Cigoto en el pasillo, que había logrado abrir tres botes de témpera y se los estaba jalando a dos manos con la cara verde manzana con trazos bermellón.

Si yo lo único que quiero es ponerme un vestido de lentejuelas, hacerme un moño italiano de señora y darme a la bebida de garrafón… Vida perra.


Propósitos para el año 2015

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1.- No tener bigote. Cada vez veo a más madres con bigote, y no pelusilla inofensiva -en realidad ninguna pelusilla lo es- sino mostachón de señor con puro. Un drama. Y no las juzgo, dios me libre, que las criaturas igual no se miran al espejo desde 1997, pero dado el grado de 'personalidad' que han adquirido mis cejas a lo señor jubilado de pueblo, que ya ni se me ven las pestañas, no me extrañaría que la cosa fuera a más. De la barba, de momento, nos libramos. No sé por cuánto tiempo, la verdad.

2.- Gritar menos. O menos veces o menos alto. O insonorizar las paredes para que nadie descubra que aunque tenga un bolso nuevo de Bimba y Lola fabuloso y lea la Vogue con un cóctel, soy una verdurera con altas dosis de agresividad, de ésas que cuando salen a matar gente en camisón, los vecinos cuentan en el telediario que saludaba y eso pero que normal, normal no era y que lo cierto es que se lo veían venir.

3.- Dormir. Aunque sea contra el quicio de  la puerta fingiendo meditar cual monje tibetano o en la parada del autobús con la frente en el regazo de la paraguaya que cada mañana se bebe dos litros de mate como si acabara de llegar del desierto. La cuestión es recuperar tersura epidérmica y ganas de vivir.

4.-   Exorcisar a Cigoto aunque tenga que revivir al padre Karra e invitarle a una mariscada. Que salvarle la vida al pequeño Nicolás cada tres segundos, me deja al borde de la muerte por estrés y con el tic del ojo hiperdesarrollado. Eso sin contar la de kilos de harina, arroz, lentejas y sucedáneos que llevo barridos. Como tengo yo la espalda.

5.- Leer. Algo más que el prospecto de los medicamentos. Y lo que es más importante, enterarme de lo que estoy leyendo. Que luego una dice que se ha leído lo nuevo de Muñoz Molina, le preguntan que de qué va y parece una concursante de Mujeres y Hombres y Vicerversa queriendo hacerse la cultivada.

6.- Hacer deporte.

7.- Dejar de fingir que voy a hacer deporte.

8.- Tener un tipazo.

9.- No comer Oreo bañadas en chocolate cuando me deprima por no tener un tipazo. Y sin bañar tampoco.

10.- Ser feliz. Y me temo que será el único punto que cumpla. Otra vez.  A fin de cuentas, es de lo que se trata ¿no? Pues eso!

¡Feliz año 2015!
... Y bueno, ¿cuáles son los vuestros?


Cabalgateando

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Hay gente que pierde la cabeza cuando bebe, con las drogas o con el exceso de carbohidratos. Yo la pierdo con la Navidad. Me idiotizo, pierdo riego sanguíneo a fuerza de jalar turrón Suchard y acabo haciendo cosas impropias de mí y de cualquier persona en su sano juicio, tirando de espíritu navideño y exaltación de la familia.

Así que tras una semana horrible de compras navideñas junto a dos millones de personas dopadas con algún medicamento radioactivo y energizante, que se llevaban la mercancía de las estanterías como si esperaran la tercera guerra mundial, dejándome siempre a dos palmos de conseguir hacerme con algo pero sin éxito, con el pie cual pez globo y la cara de demacrada como si hubiera vuelto del más allá, llegó el 5 de enero y cual madre entregada y lobotomizada decidí llevarme a la cabalgata, ya no a la pelirroja con su gigantobolso de Peppa Pig partiéndome las pantorrillas, que también, sino al pequeño terrorista pelirrojo, sacándolo de sus mazmorras y enfrentándolo al mundo exterior para que pudiera hacer de las suyas a plena luz del día porque, imagino, que me pareció una idea estupenda.

Con la Navidad pasa como con hacer actividades con niños. Todo huele mejor de lo que sabe. Y una se hace una imagen idílica en su mente con sus difuminados y su música de anuncio de compresas y luego llega la realidad, las cáscaras de altramuces en el bolso nuevo, las pestañas pegadas de algodón de azúcar y los ojos desencajados de las órbitas para que no se te escape ningún niño, porque a estas cosas se va en pandilla. Sólo dios sabe por qué.

A día de hoy aún no sé si hubiera sido mejor no alquilar las sillas y verlo entre la muchedumbre ansiosa y muy loca por conseguir tres caramelos de ésos que te arañan la lengua y saben a rancio, pero lo que sí sé es que la opción elegida no era ni la mitad de relajada que imaginaba.

Las sillas estaban tan pegadas entre sí que prácticamente estaban montadas unas sobre otras, por lo que el culo de la señora de al lado estaba sobre mi cadera, lo que no la coartaba para ponerse de pie a aplaudir y luego dejarse caer cual bomba atómica sobre mi persona para buscarme un hematoma terminal o una fractura severa. Para colmo, los padres y abuelos caraduras que estaban detrás aprovecharon para meter a sus hijos en el espacio entre filas, por lo que me vi con una pandilla de preadolescentes con flequillo a lo Ronaldo y cara de futuros yonkis justo delante, por lo que tenía que girar la cabeza nivel niña del Exorcista para poder ver alguna de las carrozas de los chinos que iban desfilando completamente descompasadas. Todo esto, mientras la pelirroja se partía la cara con los primos para ver quién había cogido más caramelos, entre empujones y violencias callejeras, los niños me pisoteaban los empeines desollándome viva por tres caramelos de limón desenvueltos y mi tía me amenazaba con una bolsa de bocadillos de queso, mientras Cigoto me maltrataba nivel Hermano Mayor para escapar de mis brazos y lanzarse al maravilloso mundo gourmet de las colillas aplastadas y las cáscaras de pipas barbacoa.

Tres veces lo solté a petición de mi hermana, que es hippie desde que leyó que era mejor que el bótox para la piel, y tres veces tuve que salir corriendo a buscarlo dos kilómetros más allá mientras media fila lo jaleaba y Cigoto levantaba el brazo como Rocky, sabedor de ser una estrella del mal, mientras su madre daba culazos a los asistentes, agachada como si hubiera tenido un ataque de lumbalgia aguda para que la gente pudiera ver a los tres reyes falsones con trajes de cuatro pesetas y trincar al pelirrojo antes de que cogiera el metro rumbo a un piso franco.

Después de tres carreras, dos millones de pisotones y tres cardados de pelo por los tirones que me regalaba de cuando en cuando una anciana que tenía detrás con pinta de desvalida que creía ver caramelos en mi cabellera, la cabalgata dio por terminada al mismo tiempo que mi cordura, sobre todo cuando se recompuso la banda familiar, con la mamma, mi tía y mi primo que se habían ido perdiendo por el camino y nunca llegaron a la cita, así que venían con fuerzas renovadas y con la firme intención de ir a tomar chocolate con churros a la cafetería más abarrotada del centro de la ciudad.

Y así fue como envejecí otros cinco años.

Pisamonas amplía sus rebajas hasta el 22 de enero ¡Aprovéchalas!

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Hablar a estas alturas de la calidad de los zapatos de Pisamonas es como hacerlo de las propiedades del Aloe Vera, que si no lo has oído ya es porque no estás en este mundo o porque la maternidad te tiene a medio gas, como a mí misma, que esto de la reproducción tiene más tarea de lo que cuentan…

Por eso, para esas madres que como yo no saben por dónde les sopla aire con tanto estrés y tanto malvivir y aún no han comprado en la fabulosa web de nuestros amigos de Pisamonas, volveré a contaros sus bondades para que os pongáis al día. Modelos de siempre y cuquísimos, diseños actuales y maravillosos, materias primas de primerísima calidad creando zapatos cómodos con los que los peques podrán hacer de las suyas y vosotros disfrutar de llevarlos hechos monerías y a un precio escandalosamente bueno.

Pues si eso no fuera poco, ahora están de rebajas y como son tan apañados, han decidido darnos un cuartelillo a las madres agotadas y han ampliado una semana más sus Rebajas Exprés hasta el 22 de enero, con descuentos del 15% en todos sus productos, lo que teniendo en cuenta que ya tienen precios fabulosos, es un rebajón digno de aprovechar para hacernos con un par de pares...

Es el período ideal para darte un capricho maternal y hacerte por ejemplo con esas botas chelsea de colores que son taaaan chulas…




o para ser práctica y comprar un par de zapatos colegiales para la segunda mitad de curso, porque no sé los vuestros, pero la pelirroja lo destroza todo y precisa renovar a mitad de camino… 





o pensar en lo que necesitaremos el próximo trimestre sin esperar a que llegue, como un par de botas de agua, que ya se sabe que nos esperan más lluvias...





o prepararnos para las bodas, bautizos y comuniones que están por venir y hacernos con unos zapatos de vestir como estas monísimas merceditas...



Y para terminar de animarnos, Pisamonas te hace los envíos y los cambios de talla de forma completamente gratuita ¿Se puede pedir más?

¡No lo dudes y pásate!
http://www.pisamonas.es/

Subversión escolar

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Odio los deberes. Mucho. Muchísimo. Y no porque me parezcan mal en sí mismos, que igual también, sino porque aunque yo era una niña empollona, loquita por hacer las tareas con mi bolígrafo de cuatro tintas y mi lápiz noris nº 2 y mi goma Milan y mi libretita limpita y ordenada, me ha tocado en gracia una pelirroja subversiva, insumisa y floja como ella sola que me saca cada tarde dos mechones de canas frente a la mesa del comedor.

Lo peor de todo es que me tengo que sentar a su lado con cara de institutriz loca para que no pierda el hilo y se ponga de repente a bailar zumba, y tengo que ver cómo tarda dos lustros en hacer una línea tarareando la canción de Los Pitufos o se planta en mitad de una frase porque ‘eztoy aburridízima’ como si yo estuviera en Pachá con un vodka en la mano…

Pero ahí no queda la cosa, que el hecho de pasarme cada tarde amenazando con castigos variados para que la niña descomponga números o haga la caligrafía es algo a lo que ya estamos acostumbrados para nuestro pesar y para el del pelirrojo aspirante que daría media vida porque le dejara tirarle un bocado a la goma; la novedad radica en que la pelirroja que vivía en su mundo de empanamiento sin fin está resultando ya no sólo ser más lista que el hambre sino una gamberra de primera división, a pesar de sus gigantoojos del gato con botas y sus rizos pelirrojos.

Así, lo mismo decide esconder la libreta en la caja del puzle de Frozen y fingir que no le han mandado deberes en una semana, que decirle a la seño que se la ha dejado en casa de la abuela que según ella vive en otra ciudad con tal de que no le pongan más tareas. Ahí es nada.

Y cuando descubro ‘la tostá’ y pongo cara de agente de la Gestapo y le pregunto con el dedo en alto, sacando la libreta de cualquier escondite, se hace la sorprendida sobreactuando nivel Sara Montiel, hasta el punto que me tengo que aguantar la risa y después de una sarta de surrealistas explicaciones, acaba aceptando su derrota y llora cual Magdalena no por el castigo ni porque la regañe sino porque ya nada la libera de hacer los deberes. Ni a mí tampoco.

Vamos que estoy por encubrirla frente a la seño y decir que las abuelas nos han robado todas las libretas. Igual cuela.

El mal de ojo o cómo no actualizar jamás

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'Lunes antes de almorzar una niña fue a jugar pero no pudo jugar porque tenía que planchar'... Pues eso es más o menos lo que me pasa a mí desde el viernes pasado pero no con la plancha, que en esta casa somos de la creencia de que la arruga es bella, más por necesidad que por devoción y vamos por la vida cual higos secos, sino porque cada vez que me disponía a escribir este post -bueno, en realidad era otro- una nube negra se nos acercaba y una catastrófica desdicha caía sobre nosotros, que ya os he dicho alguna vez que además del metabolismo lento tengo una tendencia chunga a la mala suerte. 

El primer motivo no era de mala suerte, sino que era de buena. Vamos, que el finde me iba a un hotel con su spa y sus relaxes con el pater y sin descendencia, para poder liberar estrés y dormir con la cara contra el chorro del jacuzzi. Y me fui, digo si me fui. Pero antes de irme, justo la mañana anterior, me pareció una buena idea pegarle una patada a la puerta -no en plan Hermano Mayor sino en plan son las 6:30 de la mañana y voy sonámbula por el mundo- y así como quien no quiere la cosa, me partí el dedo pequeño del pie bueno. Del que no me partí en noviembre, quiero decir.

Por suerte no me escayolaron, sólo me pegaron los dedos con un esparadrapo como si estuviéramos en el siglo XIX y a volar. Bueno, a cojear. Lo del spa bien, si no fuera porque coincidimos con una concentración de un equipo de fútbol croata y me vi obligada a lucir mis carnes blanquecinas en biquini delante de ellos, con lo poco que me gusta a mí el exhibicionismo en estas condiciones. Que ni relajarse puede una, leche.

Ya cuando llegamos el domingo, me decidí a sentarme con mi pie roto y mi relax en el cuerpo a escribir, pero la pelirroja me enseñó su libreta y sus mil tareas por hacer -que se ve que la niña está estudiando en Harvard y yo ni me he enterado- y sumas, restas, copiados y sinvivir. Y como colofón final fiebre pelirroja y diarrea infernal. No hubo tiempo de más que de dar apiretales, baños, poner termómetros y más baños. Y lavadora. Muchas lavadoras. 

Y el lunes a trabajar a la amanecida y al volver con los ojos temblorosos como Candy Candy, va el pater y me anuncia que está vomitando nivel premium y antes de terminar la frase amenaza con echarme una bocanada en la cara. Logro terminar curro que tenía en el ordenador con el tiempo justo de cuidar enfermos, poner lavadoras y desear la muerte.

El martes después de una noche de festival de tos, vomitonas y cagaleras, -yo no, que yo soy una señora que sólo se parte pies- me levanté a las seis y media y después de una maratoniana jornada laboral llegué a casa estrosaíta viva para encontrarme al pater y a la pelirroja al borde de la muerte y al hermanísimo hiperactivo saltando de mesa en mesa cual niño del Circo del Sol, hasta que perdió pie y se partió la frente, llenándose la cara de sangre como Carrie -la Bradshaw no, la chunga- y dejándome a mí al borde del infarto. De uno de verdad.

Viaje al hospital del pater, que es el valiente, y yo con la ropa aún de la calle con los brazos cruzados como una madre preocupada de la posguerra, amenazando a la pelirroja para que se tome el antitérmico y tejiendo una red de mentiras cochinas para que la mamma no se enterara del asunto, se volviera loca y decretara el estado de excepción.

Con un poco pegamento después y con las cejas de un transexual de los ochenta, Cigoto llegó a casa como si no hubiera pasado nada, pero el asunto nos dejó a nosotros como si los de la Naranja Mecánica nos hubieran hecho una visita a traición.

Y hoy (ayer para vosotros) y sin que sirva de precedente encontré un hueco entre redactar una solicitud formal para la inyección letal y la hora de los baños pelirrojos, y pude escribir este post. Ahí, con un par. Nuestra vida, de momento, sigue siendo horrible y el tuerto que nos ha mirado sigue partiéndose el culo de risa, pero al menos he logrado actualizar que no es poco. 

Y a partir de aquí sólo podemos ir mejorando... Espero.

Mañana, más y mejor y otras mentiras piadosas

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Viviendo como vivo en este mar de malvivir, a una no le queda otra que tener esperanza en que todo vaya yendo a mejor y sobre todo, en que una pueda encarar más asuntos de los que encara ahora que no tiene tiempo (ni ganas) de partirse la cara en duelo con las paredes de la cocina o la falta de apetito de la pelirroja, como cuando para poder comerte tranquila media tableta de Suchard una se asegura a sí misma que al día siguiente sobrevivirá a base de fruta y deporte extremo y sólo con ese pensamiento se siente satisfecha de pensar lo bien que lo controla todo. Pues más o menos, pero sin Suchard.

Así que yo soy mucho de marcarme propósitos. En plan que si la niña hace los deberes a empujones, protestando y con más borrones que letras, me prometo que a partir del día siguiente voy a empezar una técnica de aprender jugando y la haré entrar en razón y yo no gritaré como un mandril y la niña irá a Harvard y yo recuperaré frondosidad capilar. Y me lo creo.

O que si no come o mejor dicho no prueba nada y cuando digo nada es nada – y sobrevive del viento y de yogures- y yo entro en bucle de locura y amenazas variadas, pienso, mientras me debato entre tirarle el vaso de leche por la cabeza como las madres antiguas, en hacer un cuadrante de premios y castigos o prohibirle las chuches hasta que coma comida o hacer una técnica tocapiés de armonía alimenticia y que al final la niña coma como una niña normal y yo pueda disfrutar de un almuerzo sin que se me salgan los ojos de las órbitas de mala uva maternal. Y me lo creo.

O cuando Cigoto se lanza de la mesita de noche a la cuna de cabeza para partirse en cuello a traición o desfila descalzo por el filo del mueble frente al precipicio en un abrir y cerrar de ojos paternal, me prometo acolcharlo todo como en un manicomio de postín –lo bien que me vendría uno a mí- o enseñarle nuevas maneras de jugar que no incluyan puntos ni escayola ni infartos maternales y que una pueda incluso ver la tele –qué osadía- mientras mi hijo amadísimo juega con las construcciones cual ser civilizado. Y me lo creo.

O cuando vuelvo a ponerme el mismo jersey porque la mayoría de mi ropa invernal aún está en los altillos y juro que en cuanto tenga un hueco, me pongo a bajar ropa, lavarla, plancharla y provocarme un gratuito ataque de alergia y me imagino vistiendo monísima con los conjuntos chulapones que lucía el invierno pasado. Y me lo creo.

Pero luego llega la vida y el despertador suena a las seis y media de la mañana aunque nunca suena porque yo duermo con un ojo abierto y otro pipa como Colombo, primero porque no me dejan y segundo para que no suene la alarma y despierte al pelirrojismo y ya haya fiesta en casa. Me voy al curro corriendo como una loca, dándome patadas en el culo de prisa y contra las puertas de sueño. Y con suerte, me acuerdo de ponerme braguitas, así que si el jersey elegido es el que me hace cara de enferma, me la sopla.

Y llego cerca de las cuatro y todo es caos y agotamiento y me como cuatro calorías mientras la pelirroja vestida de Cenicienta me mete los pelos en el calabacín y Cigoto se tira mi vaso encima y el páter recibe dos millones de llamadas de teléfono que no ha podido atender cuando estaba solo con las bestias y tiene que esconderse para que sus interlocutores no crean que vive en un gallinero.

Entonces descubro que son las cinco y pico, que la pelirroja tiene deberes nivel universitario para dos días, que el páter tiene una reunión y que Cigoto trata de subirse a la televisión para comerse una bola de plastilina. E improviso. Amenazo dedo en alto a la primogénita para que haga las tareas mientras salvo a Cigoto de un suicidio inminente y le vigilo el rabo de la a que siempre parece una o. Y al final todo es igual. La niña protesta, yo amenazo, el hermanísimo consigue abrir el baño y lanzarse cabeza abajo a la bañera… Y entonces pensar en rebuscar en los altillos o respirar me parecen tareas innecesarias y hasta frívolas. Y quién coge una regla metálica –que son las que tenemos en casa- para hacer el cuadrante con el pequeño pelirrojo lampón por clavársela en el esternón o apuñalar a la hermana mientras descompone el número 8 y protesta ‘por que es que no quiero hacer los debereeees’. No se puede.

Entonces llama mi madre y me propone tirarnos a las calles y aunque tengo pendiente la lectura del Letrilandia de los huevos, los baños pelirrojos con espuma e inundación, la casa pocilguera, el trabajo extra y un alisado de pelo para no parecer Cindy Louper mañana en el curro, le digo que sí. Y huimos en pandilla. Y damos un paseo, comemos churros, los pelirrojos corren, nos resfriamos con la ventolera y nos reímos.

Mañana será otro día. Y ese sí que lo voy a hacer bien…
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