En agosto fue mi cumpleaños y mi hermana, consciente de mi mal estado mental y mis ojeras con la profundidad de las fosas Marianas, me regaló una estancia en un lujoso hotel de Marbella con su maravillosa piscina y su thalasso spa y lo que es más fabuloso, con la prohibición explícita de llevar niños, que al parecer eso es una cosa que se lleva mucho entre los hoteles modernos. Imagino que para aliviar la culpa de los padres que dan esquinazo a los vástagos y se lanzan al mundo del descanso y para que ya que le dan esquinazo a los suyos, no acaben sufriendo los gritos, llantos y porculerismos variados de los hijos de los demás.
¿Qué os puedo contar? Pues que todo fue maravilloso, relajado, adulto, con nuestros cócteles en la piscina, nuestro spa con gorro arranca dignidad, nuestras siestas y hasta nuestra noche de juerga… una alegría para el cuerpo. Para el mío y para el del pater. Pero claro, tanto relax en solitario y tanto bienestar como nopadres no podría traer nada bueno detrás, que el karma es un cabrón y ya estaba estudiando cómo hacernos pagar que le hubiéramos mentido a la niña para largarla a casa de mi hermana y hubiéramos abandonado al pequeño con su minimochila y su bolsón de pañales en casa de la mamma.
Así que cuando volvimos a la realidad, ya sin biquini ni mojito ni borsalino molón, y con los dos pelirrojos recolgados del cuello cual mandriles, la cosa empezó a ponerse fea y no sólo por el estrés de deshacer cuatro maletas y poner dos millones de lavadoras, sino porque los pelirrojos empezaron a ponerse verdosos y, como diría mi madre, a ponérseles ojos de cabra enferma.
Y así fue como empezamos una semana de diarrea infernal en el caso de la primogénita, que salía disparada en mitad de la madrugada rumbo al wc dando corretadas por el salón como un caballo percherón para infarto de toda la familia, que nos levantábamos aterrados sin saber si lo que estaba pasando era un tsunami o un terremoto o si estaba soñando y en realidad aún no había terminado el instituto.
Y ante este panorama, Cigoto empezó a portarse sorprendentemente bien, tan relajado y tranquilito, dejándonos atender a la pelirroja, que empecé a sospechar que algo no cuadraba. Después de una lucha cuerpo a cuerpo con patada en la mandíbula incluida, para ponerle el termómetro, descubrimos que el señorito tenía fiebre, que a su vez nos descubrió un maravilloso virus de mocos por doquier y penosismo extremo.
Así que nada de colegio, ni de calle ni de ganas de vivir. Todos hacinados en casa en un buffet libre de virus variados que nos vamos intercambiando cual familia bien avenida para no aburrirnos.
A mi hermana le he dicho que el año que viene me compre una camiseta. De las baratas.