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Channel: Hija no hay más que una... (Gracias a Dios)
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Guerra de pelirrojos

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Digan lo que digan, que cantaría Raphael, los niños no quieren ser princesas, al menos la mayoría, de hecho ni siquiera quieren ser príncipes con lo que mola tener tupé e ir por la vida rescatando a princesas semimuertas y cantarinas, los niños quieren ser cosas muy feas, no entiendo yo por qué, como Gormittis o Pokemon o Tortugas Ninja o cualquier cosa que justifique dar muchos gritos y pegar patadas y gritos al sofá con cara de sádico de película de Steven Seagal o de mí misma los lunes a las seis de la mañana.

Como Cigoto es pequeño yo no había descubierto todo esto y de vez en cuando se dejaba travestir de Rapunzel y se dejaba dar vueltas como una peonza por la princesa mayor, que en estos casos también pone cara de sádica, pero de sádica monárquica tipo Enrique VIII, hasta que el chiquillo se quedaba solo en mitad del salón al borde del vómito, con la tiara tapándole los ojos y cara de haberse bebido tres gintonics de garrafón.

El problema es que Cigoto se hace mayor y se ve que junto a los niveles de maldad también le crecen los de testosterona y ya se niega a entrar por el aro. Vamos, que ya no se quiere poner ni el de Cenicienta limpiadora que es el más sencillito que tenemos, sin una purpurina ni un volante ni un ná, y las tiaras o se las arranca violentamente o se las pone en la cara a modo de yelmo, arranca el palo del recogedor y nos embiste a todos, imagino que a modo de venganza. Como si no tuviéramos suficiente venganza con las noches de fiesta y algarabía de pelirrojos asaltando el lecho conyugal con sustos, pipís, vómitos, chupetes perdidos y otras lindezas para hacerme envejecer a marchas forzadas. Que no hay derecho.

Y la pelirroja se pone negra y viene a mí ultrajada para decirme que su hermano no quiere jugar a la cocinita ni bailar el vals y que le ha dado un balonazo en la cara mientras vestía a la barbie y antes de que pueda reaccionar aparece el loco de la colina  tratando de patinar sobre el coche de Peppa  a la pata coja cuando todavía tiene los puntos de la ceja frescos y yo el corazón encogido.

Y para más inri ya no quieren ni compartir televisión y Cigoto ya no quiere la princesa Sofía, con lo que a él le gustaba, sino que ahora sólo quiere Cars, con la malapipa que tienen, y unos dibujos muy feos del canal XD de Disney que es para niños hipermasculinados que dan miedo con unas caretas feísimas y que se pasan el día luchando contra cosas varias, pero mire usted, es ponérselos al hermanísimo y ya no hay riesgo de muerte mesa abajo ni de desastres hogareños nivel te voy a vaciar dos botellas de agua sobre la manta paduana.

El problema no es por mí, que yo cual malamadre soy capaz de dejarle ver Saw en bucle con tal de que me deje vivir media hora, que cuando se es madre, media hora es una vida, el problema lo tiene la primogénita que vestida de novia gitana –me lo pongo todo, me lo pongo todo- quiere ver a las princesas disney en acción mientras Cigoto que ni habla ni  pensamiento tiene de hacerlo, grita como si fuera Tarzán o la alumna de Anna Sullivan hasta que le ponemos Spiderman y ya se nos calma, para que entonces la pelirroja se ponga a hacer pucheros tirada en el suelo como si hubiera muerto alguien y con el cancán tapándole la cabeza.

Miedo me da que lleguen a la adolescencia. De momento, aún nos queda Peppa Pig como terreno neutral y aunque el pater y yo nos sepamos los diálogos y hasta los eructos de memoria supone un punto de encuentro para las hormonas de los pelirrojos, que se quedan pegados a la tele como si una fuerza paranormal los atrayera. Y a veces, algunas veces, hasta puedo echarme crema.

Quién me iba a decir a mí que le iba a deber tanto a una cerda.


San Valentín y otras fantasías

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A mí me gusta San Valentín. Para qué voy a engañar a nadie. Me da igual que lo inventara El Corte Inglés que para eso inventó también lo de cambiar el artículo por el dinero y no he escuchado a nadie quejarse. Y para eso mi madre tiene la tarjeta de cliente y vive empadronada entre la cafetería y la sección de charcutería del supermercado por lo que tenemos establecidos lazos y vínculos especiales como para andar rechazando las fechas que nos señalan como importantes. Un respeto. Eso sin contar con que hay regalos, vino y achuchones. Vamos, que estaría feísimo mirar para otro lado. Más con esta vida perra que llevamos entre baños, deberes y visitas al Materno en horas intempestivas. Que una se merece un chance.

Sin embargo, con esto de la maternidad doble, San Valentín no es lo que era, vamos, que ni siquiera se le parece por mucho que una ponga de su parte, se haga la plancha y finja no dormirse durante la cena y abrirse la cabeza contra el jarrón de los tulipanes.
A ver, que yo quiero ser romántica y todas esas cosas, pero es que no me da la vida y al pater, la pobre criatura, tampoco. Que desde que nació Cigoto ha perdido seis kilos y el brillo de la mirada y ahora en lugar de ir a catas de champagne va al parque de columpios a ver descalabrarse a los niños tobogán abajo.

Pero nosotros fingimos. Y a veces hasta nos lo creemos y nos ilusionamos con un día para nosotros aunque sea con los pelirrojos dando vueltas a nuestro alrededor  como peonzas borrachas. Y nos compramos nuestros regalos y nos damos nuestras sorpresas aunque una no pueda sorprenderse mucho rato porque justo cuando descubre su regalo, descubre también a Cigoto encima de la mesa del comedor dispuesto a lanzarse al vacío y hay que ir al rescate o a ponerle a la pelirroja el juego de cortar uñas de la tablet –un ascazo de juego- y al final no podemos hacernos mucha fiesta. No mucha en solitario al menos.

Y aunque nos preparemos una cena para dos, al final es Cigoto quien se come mi plato y la primogénita la que da arcadas al ver el solomillo sangrante del pater y cuando con el romanticismo de la canción de ‘El pisotón del Dinosaurio’ de Peppa Pig de fondo, el pater me da la mano, hasta me da la risa de comprobar lo grandullona que es, acostumbrada a la mano pequeñita y pegajosa de los pelirrojos.

Y recordamos cuando estas fiestas la pasábamos en solitario y en hoteles chachilones de postín, dándole al amor y a los arrumacos y ahora nos vemos disfrutándola en pandilla hacinados en el sofá cobijados por una manta y viendo Canal Disney en bucle.

Pero es entonces cuando el pater desliza su gigantomano bajo la manta y coge la mía y nos miramos furtivamente como si tuviéramos catorce años y miramos a los pelirrojos que se parten de risa con el abuelo Rabbit y entonces me doy cuenta de que no ha habido mejores sanvalentines que estos. Aunque sean en grupo.

Cinco años no es nada...

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Como el hermanísimo además de ser una bomba de relojería que en cualquier momento o en todos los momentos, hace saltar por los aires nuestro bienestar –si es que alguna vez hemos tenido de eso- no tiene todavía dos años, a veces se me olvida que la pelirroja también es pequeña. Muy pequeña. Aunque se pinte los labios mejor que yo y exija ir en tacones de Frozen a los cumpleaños de los amiguitos, dando traspiés como un travesti amateur.

Se me olvida cuando me despierta en mitad de la noche respirándome en la cara porque tiene ‘zuzto’ y me vuelvo muy loca y le digo que ya es mayor y que bastante tengo con el loco de Cigoto tirándose en caída libre sobre mi cintura con nocturnidad y alevosía como para tener a otra psicópata clavándome las pupilas a las tres de la mañana para matarme de un infarto.

Pero luego, cuando la meto en la cama para maldormir en pandilla o me voy a la suya con la esperanza de que se duerma en tres segundos y poder darle esquinazo más pronto que tarde, esto es antes de que me quede parapléjica con la postura de alcayata, aún con ojos pegados y la mala uva a flor de piel, me parto de la risa cuando me pega la cara al oído y me cuenta ‘ez que he tenido un zueño de mucho suzto de un moztruo muy grande que nos pizaba la caza con unos dedoz muy gordos y con una uña zusia zusia que me raspaba la cara’ alternando el ceceo de pueblo de las montañas con el seseo de Mari de extrarradio y temblando al recordar la gigantouña sucia raspadora.

O cuando por un descuido vio un documental de la 2 –que esos son menos recomendados para la infancia que Sálvame Deluxe- y desde entonces le cuenta a todo el que la quiera escuchar que los lobos salvajes te comen la carne de los huesos de un bocado.

O cuando la acuesto y me dice que me quiere ‘desde cien a cien a cien, doscientos o mil’, que se ve que es como una barbaridad aunque no sé si tanto ‘como un millón o cien montañaz o un corazón de brillantez lleno de amor y brillantez’, que se ve que sin brillantes no puede haber amor que valga.

O como cuando hace unos días le dijo a la mamma que yo estaba siempre guapa porque echo muchos polvoretes... Para que después de morir de un infarto cerebral frente a la mirada ojiplática de mi pudorosa madre, añadir que son 'roza fuerte y ze echan con una brocha precioza'.

O cuando llegó del colegio muerta de la risa para contarme que un amiguito ‘que eztá loquízimo’ le había dicho que los bebés ‘zalen por el culo’. ‘Yo ez que creo que ez muy pequeño y zu madre no ha querido azuztarle diciéndole que zalen por el ombligo con una magia y el pobre ze ha creído que zalen por el culo como la caca y el pipí. Qué tonto ez ¡si ezo es una locura!’ Y se muere de la risa.

Cinco maneras de morir cuando se es madre

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Ser madre es un trabajo de riesgo como ser de piloto de Fómula Uno, supervisor de una central nuclear o minero del carbón y si encima una es madre múltiple las posibilidades de terminar el día con los estertores de la muerte aumentan. Y si el pequeño es un pelirrojo con vocación de líder de banda colombiana y la mayor una pelirroja con los biorritmos en negativos amante del baile y de la sordera opcional y pesada como una vaca en brazos, mucho más. Muchísimo.

He aquí algunas de las maneras posibles de morir para toda madre de bien:

1.- Atragantada. Te quejabas de que tus comidas eran malas en el embarazo cuando tenía que dejar el tenedor y salir corriendo a vomitar y echar el instinto maternal por la garganta, pero eso era antes de saber que comerías con el niño-mandril encima, metiéndote las manos en la sopa, lanzando contra la pared tus trozos de brócoli y tirando el vaso de agua sobre la ensalada y la copa de vino sobre tu blusa preferida. Cierto es que también puedes dejar a la bestia suelta casa arriba y abajo, pero será casi peor que cuando tengas el trozo de pechuga de pollo tristérrima a punto de ser tragado, se escuche un ruido de detonación de edificio seguido de un llanto desconsolado. Al final acabáis en urgencias sí o sí, bien porque el niño se ha abierto la cabeza o porque te has tragantado o has perdido el conocimiento, el poco que te quedaba.

2.- De hipotermia. Bañarse con los niños es algo muy de anuncio, como también lo son la regla, los audífonos y las dentaduras postizas que salen en los anuncios como si fuera la ilusión de tu vida, con bailes de salón y risas en barbacoas y en realidad son una cosa muy de deprimirse. Pues con el baño igual. Sobre todo si eres de las que te gusta el agua caliente-hirviendo y a tus hijos el agua de hielo descongelada. Y da igual que te niegues a bañarte con ellos, si tienes un pelirrojo maligno aprovechará que estás con la cabeza enjabonada y cantando como si no hubiera un mañana, para lanzarse cabeza abajo a hacerte compañía y comerse la esponja. O si no, alguien querrá lavarse los dientes y te dejará el chorro helado o ardiendo o querrán hacer caca o pipí o cualquier cosa que te evite un baño relajado y te deje muerta de frío arrinconada en la ducha.

3.- De un infarto cardiovascular mientras estás durmiendo tus míseros tres cuartos de hora seguidos que te concede la maternidad, abrir los ojos involuntariamente y encontrarte a la pelirroja clavándote las pupilas y respirándote a la cara o, en su defecto, que el pelirrojo te caiga sobre la cintura desde la cuna haciendo un triple mortal con tirabuzón.

4.- De falta de sueño. A lo anteriormente descrito podemos sumar los llantos nocturnos por enfermedades varias, miedos, pipís o, básicamente, ganas de dar guerra –por no decir otra cosa- y el dolor personal tipo ‘me estoy convirtiendo en una alcayata’ de estar cuatro metidos en una misma cama a empujones como si estuviera una en la salida del Cautivo un Lunes Santo cualquiera.

5.- De un infarto cerebral por estrés ante la parsimonia nivel industrial de la primogénita, a la que hay que primero decirle, luego repetirle, posteriormente gritarle, y al final chillarle y amenazarle cual bruja loca para que, por ejemplo, se lave las manos o terminelos deberes de las narices o se ponga los zapatos, aproximadamente dos horas más tarde de cuando tenía que haberlo hecho…

(…)

Maneras de morir cuando se es madre (II Parte)

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4.- De traumatismo craneoencefálico severo tras pisar una tortuga ninja con puños de acero o una Barbie mariposa con las manos hacia arriba preparadas para perforarte el puente del pie a traición y hacer que te partas la cara contra el parqué un lunes a las tres de la madrugada cuando vienes de tapar a la niña y no sabes ni quién eres ni qué haces en este mundo. Las variables en este sentido son infinitas, que lo mismo puedes morir con una pieza de construcción colocada estratégicamente dentro de tu zapatilla, que por un par de rodantes latas abolladas de maíz que tu niña te va lanzando desde la despensa como en una película de Indiana Jones venida a menos.

5.- Envenenada. Masterchef junior ha hecho mucho daño. Muchísimo. Y ahora todos los niños quieren manosear alimentos varios, echarles especias como si no hubiera un mañana y luego obligarte a probarlo para deleitarte con el crisol de sabores. Yo antes me negaba porque yo soy muy malamadre y muy escrupulosa, y los ardores los tengo disparados desde el embarazo de Cigoto y no me la juego, pero por aquello de la autoestima infantil más de una vez me he visto obligada a comer fresas con leche con colacao y romero y otros activadores de la flora intestinal.

6.- Asesinada. Si algo nos han enseñado las películas de Antena3 de sobremesa -además de a dar cabezadas cual octogenaria y a vigilar a tus recién nacidos en el nido para que no te den el cambiazo por otro y luego te pases dos décadas con ansiedad- es a distinguir un homicidio imprudente de un asesinato. Yo me refiero a este último. A estar pelando patatas y que te claven en palo del recogedor en la cintura y te dejen al borde de la muerte hasta que el hígado se te recoloque. O no. A estar tus cinco segundos de relax del día haciendo como que lees y que un helicóptero teledirigido de los chinos te acuchille las mejillas sin piedad o que una flecha con chupón del arco que le compraste cuando se vistió de india, te vacíe un ojo antes de la hora de comer. 

7.- Torturada. Desde una charla sobre las intrigas palaciegas del patio del colegio un jueves a las once de la noche o a las seis de la mañana cuando tú sólo tienes ganas de entregar tu cuerpo a la ciencia, hasta las prácticas de oficios variados como el de esteticién o peluquera en tus carnes, las formas de tortura son inabarcables. No sé si es peor la pintura de uñas desde el nudillo como si acabaras de matar un cerdo a pellizcos, que luego se te queda la pintura seca y no puedes ni mover la mano o los cepillados sin compasión y los dolorosos conatos de trenzas que nunca llegan a buen fin. A no ser que el fin sea dejarte calva, que ése sí que se logra. 

8.- De aburrimiento. El aburrimiento es otra forma de tortura ligeramente más sutil, pero tortura al fin y al cabo y eso lo sabe quien haya tenido que jugar a las cartas de los Pokémon con unas normas absurdas e inventadas y que pueden cambiar en cualquier momento y medida, siempre en pro de tu contrincante y durante dos horas de tu vida. Y quien dice las cartas de Pokémon, dice el Party de Violetta o el parchís gigante que te mata de tristeza de sólo mirarlo.

NOTA: Ya saben ustedes que con este malvivir que me persigue ya sólo actualizo los lunes (vida perra), pero esta semana haremos una excepción y si tienen tiempo y ganas, pasénse por aquí mañana martes, que tengo algo muy importante que contarles y no se lo pueden perdeeeeeer!!! (Y no, ni es un sorteo ni hay otro pelirrojo en camino!! Tic, tac... )

¡¡¡¡Habemus libro!!!!

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Pues eso mismo. Que publicamos libro como la gente de bien y nada menos que con La Esfera de los Libros, que son unos señores muy serios y muy de caché, que han querido airear a los cuatro vientos y vía papel impreso los desvaríos de esta bimadre con trastornos mentales variados. ¡Que no se diga que aquí no tenemos nivel!

Eso sí, esta vez no hablamos de madres ni de hijos o igual sí, pero de madres metidas a suegras y de hijos metidos a novios, maridos, yernos y actores secundarios... o lo que es lo mismo, del divertidísimo y terapéutico placer de criticar a la suegra (a la mía no, válgame Dios, que no sólo es muy buena sino que además -y sobre todo- me lee) sino a las vuestras o a las de vuestras hermanas, vuestras amigas o vuestra vecina del cuarto derecha que está mala de los nervios.

Enfrentarte al primer encuentro sin anestesia ni seguro de accidentes, asumir que tu suegra no te tolera -ni mijita-, cómo lidiar en el duelo de titanes de las consuegras o cómo soportar el paso de suegra a abuelísima son sólo algunas de las cuestiones que analizaremos con mucha irreverencia y mucho sentido del humor y todo aderezado con historias reales como la vida misma que parecen sacadas de un guión de Almodóvar...

Me hace muchísima ilusión presentaros este libro que no es mío sino nuestro porque nace gracias a todos los que cada semana os pasáis por aquí a echar una risas y a compartir vuestras historias conmigo.

¡Gracias mil!

Pues eso es todo de momento. Espero que el libro os guste mucho o que por lo menos os saque unas risas... que a fin de cuentas es de lo que se trata. Lo podéis encontrar a partir de hoy en El Corte Inglés, la Fnac y en las principales librerías. Casi ná.


Ay, qué nervios.



 

Fases psicológicas de la educación maternal

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Cuando una se hace madre y entrega su útero y su tiempo libre a la procreación y a los devenires que vienen luego y que son más duros que el propio parto, -porque a ver, ¿quién no cambiaría los deberes de todo un trimestre de la prole por una sola noche contracciones?- pasa por varias etapas psicológicas como si fuera un votante indeciso en la elecciones generales o un secuestrado en la selva amazónica.

Etapa Cero. Cuando una se inicia en el malvivir de la crianza sólo tiene dos cosas claras, que el número de la pediatra deberá ser un 'número amigo' en la tarifa de Orange y que será una madre compresiva y tolerante, dispuesta a educar a sus hijos desde el diálogo y la comprensión. Que para eso se ha leído tres tomos de 'Educar desde el amor', escrito por una monja de clausura que no sabe lo que es una episiotomía ni una rabieta en la cola del súper nivel 'tengo un ataque de epilepsia agudo' porque quiere tres globos de Minnie en forma de corazón y un bote de chicles de fresa de kilo y medio de Orbyt. Pero la intención no es mala y cuando una va con su carro y su bebé, que por muy malo que sea se puede meter en un carro y huir hacia el horizonte, ve a las otras madres gritando dedo en alto en un probador, no puede más que lamentarse del poco talante conciliador que emplean.

Primera etapa. Cuando el niño adquiere cierta edad y cierto raciocinio es hora de emplear el diálogo como clave y una se ve explicándole las bondades de la leche a un niño de tres años un lunes a las ocho de la mañana para que el susodicho te patalee el esternón y te escupa el buche a la cara, justo hoy que te habías echado dos capas de rimel para que tus compañeros de trabajo dejaran de creer que eres una enferma terminal. O que le expliques el peligro del tobogán gigante para las articulaciones y antes de terminar la frase lo tengas lanzándose cabeza abajo y con la lengua fuera. Y tú y tu talante os quedáis comiendo pipas con la cara partida.

Segunda etapa. Con el tiempo una descubre que, además de que ya no volverá a dormir ocho horas del tirón -ni separadas- lo del talante es un invento de los nazis para torturar a madres inocentes y que lo que hay que hacer es poner pie sobre pared y educar al nene a la antigua usanza, es decir, mandando como un general. Así, tratas de un imponer un sistema para que los niños se hagan gente de provecho y amen hacer deberes y aprendan a pedir las cosas sin gritar como cabreros, ni se suiciden lanzándose cabeza abajo por el sofá de piel vuelta que aún no has pagado, aunque al final sólo consigues quedarte calva a disgustos, 'amorancarte' viva y ganarte dos pólipos en la faringe. Cómo están los pólipos ahora. 

Tercera etapa. Al final aprendes que hay cosas contra las que es mejor no luchar, pero no por falta de ideales sino por ahorro energético, que eso también se lleva mucho. Y al final, igual que aceptas que el portero te llame Margarita cada mañana o que la vecina del cuarto derecha te vuelva a contar la misma historia cada día como si fuera la primera vez, acabas aceptando que la niña se ponga el disfraz de Elsa y vaya pintada como una puerta a medio camino entre una Drag Queen y un espectro del más allá para ir a comer a un restaurante de postín o al notario a firmar la modificación de la hipoteca. Y ya no te parece tan mal que la 'a' le ocupe dos cuadritos en lugar de uno ni que se parezca más a una 'o' o a una letra cirílica. Con tal de que termine la ficha aceptarías que fuera en taquigrafía de los ochenta y a tamaño mamut prehistórico. Y que si el niño sólo se duerme lamiendo el sofá, pues que lo lama. Y si quiere meterse en el mueble o empujar la bombona lampando por una hernia, que la empuje y si la niña no quiere disfrazarse de bruja del Mago de Oz con un vestido que habías sacado de la página de Martha Stwart y lo que quiere uno de los chinos de cinco euros lleno de tules y transparencias como el de su amiga Araceli, no sólo no te importa sino que le compras dos. No sea que el año que viene te vuelvas idiota y vuelvas a caer en la tentación de complicarte la vida. Con la buena terminación que tiene ahora la confección oriental...    

PD. Mil gracias por vuestro entusiasmo por la publicación del libro!!! Espero que os guste y que os divierta y sobre todo, que se lo contéis hasta al panadero de la esquina, que igual tiene una suegra malvada y necesita terapia y comprarse el libro para descubrir que no está solo en el mundo! jajajja... Lo dicho, gracias mil!!

El gorrión, la muerte y las oreo bañadas

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Yo no soy una madre gafapasta de ésas que les enseñan a sus hijos las verdades del mundo. En mi casa los Reyes vienen de Oriente, las tripas, que tiene ojos como lemures, lloran si los niños no comen y los bebés salen por el ombligo, que no tiene una los nervios para andar gestionando traumas infantiles con placentas y niveles de hemoglobina en sangre y el pater igual, que un día después de tres horas explicándole a la pelirroja cómo funcionan los espejos tirando de paciencia y de un documental coñazo de ciencia para niños, al final cuando la niña ya parecía haberlo entendido, le soltó un mortal ¿entonces ez magia no, papá?. Sí, magia dijo el pater derrotado y ahí acabó su faceta de padre divulgador.

Sin embargo, un día nos encontramos un pájaro muerto, estrosaíto y medio desplumado, y la pelirroja que todavía no estaba familiarizada con estas cosas quiso llevárselo a casa para cuidarlo, porque la criatura ya veía que aquella cara no era de estar muy bien. Y claro, fue imaginarme al pájaro metido en la cama de la Barbie que era el plan original de la nena y no vi otra salida que tirar de gafapastismo, decirle que el pájaro estaba ko y hablarle de la muerte, ahí a caraperro. Que más trauma hubiera sido tener el cadáver del gorrión en casa.

Pero claro, la niña empezó a poner cara de horror nivel el grito de Munch ante la idea de que todos acabáramos palmándola y al final, entre la espada y la pared y con la visión de la cuenta futura del psicoanalista, me vine arriba y acabé planteándole que morirse era casi una suerte porque el cielo era poco menos que un chollo, donde siempre se puede comer chuches y chocolate, donde no hay deberes y donde uno solo hace lo que quiere. Vamos, que el gorrión despachurrado era poco menos que un privilegiado.

De esto hace ya algún tiempo, pero se ve que la semilla de ‘la muerte mola’ le ha germinado bien y ahora a la menor de cambio quiere que la casque, pero básicamente por mi bien. O sea, cuando me cuenta lo mucho que me quiere y que nunca nunca nos vamos a separar, me aclara que hasta que yo me muera, claro, porque yo soy más vieja porque tengo como ‘veinte añoz de cien’ –que se ve que son muchos- y me toca morirme casi ya. Eso es lo que hay. Pero luego me aclara que si yo quiero ‘mejol nos morimoz juntaz’ o mejor aún, nos morimos toda la familia a la vez que se ve que eso sería lo más porque me lo cuenta con los ojos como platos y haciendo muchos aspavientos como si nos fuéramos a Eurodisney.

Luego piensa en los abuelos y en los primos y en los amigos del cole y al final decide que lo mejor sería una masacre para que la palmemos todos en pandilla, aunque a veces me explica que lo suyo es que esperemos a que tenga un novio para que se venga también para el hoyo. Y mis consuegros también, para que el novio no se quede solo en el más allá con la familia política y los amigos del cole y la seño y la teacher, que también está apuntada.

Yo al principio me horrorizaba con estas historias, que a mí ahora no me viene bien morirme con la de cosas que tengo que hacer, pero cuando me contó que allí puedo estar todo el día en la playa comiendo oreo bañadas y cola cola y patatas al jamón y no hay deberes ni despertador me he venido arriba y ahora me parece un planazo. Luego me acuerdo de que el plan es irnos en pandilla y me veo echando protectores solares a destajo y comiendo oreos rebozadas en arena y me desinflo.

Total, que me tendría que haber traído el gorrión a casa.


Yo quiero ser una madre perfecta y otros sueños

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Yo quería ser una madre perfecta de ésas de las revistas que lo mismo te hacen una tarta de calabaza que te cosen un disfraz de princesa de las nieves de tres capas de organza en menos de lo que tarda en subir el café. De ésas que van peinadas, que tienen hijos peinados que no lamen escaparates, que llevan las uñas pintadas sin desconchones -ni repintadas cutres de ésas que en casa te crees que nadie notará y son todavía peores-, que hablan bajito y no mutan en omaíta cada cuatro segundos, que no tiene piruletas chupadas en el bolso pegadas a las tarjetas de la oficina, ni una casa pocilguera, de ésas que no tienen que buscar cada noche los pantalones del pijama por toda la casa ni encuentran un paquete de gusanitos vaciado en el cajón principal de la mesita de noche y, lo que es peor, fingen que no lo ha visto para poder dormir las cinco horas de rigor. De ésas que van perfectamente maquilladas y se echan mascarillas en el pelo -mascariiiillas- de las que ven telediarios y leen libros y hablan con otros adultos y se enteran de lo que dicen.

Luego alguien -imagino que por compasión al ver mi cara de madre desquiciada con restos de biberón en la blusa- me dijo que ésas no existían que eran un producto del marketing como los ángeles de Victoria Secret y yo me lo quise creer como quien quiere creer que su problema es que retiene líquidos cuando por la noche devora chocolate como una poseída. Que cada uno es libre de creerse lo que quiera. Hombre ya.

Sin embargo, con esto de la Semana Santa y del Domingo de Ramos y de ver esta misma mañana pasear a familias como sacadas de una revista de decoración no he podido negar la evidencia, sobre todo cuando las comparaba con nosotros: el pelirrojo aspirante bajándose el pantalón, la pelirroja con las uñas pintadas desde los nudillos, dando vueltas como un derviche arrasando a su paso con niños, ancianas y esquinas y el pater y yo, corriendo detrás pidiendo disculpas y haciendo reverencias con la cara descompuesta de las tres gastroenteritis que llevamos acumuladas... locos por hacernos los muertos en un escalón.

Yo lo asumo, como quien asume una intolerancia a la lactosa o un ojo vago, con resignación. Lo que no evita que tenga algunas dudas al respecto que me quitan el sueño.

1.- ¿Por qué los niños de las madres perfectas no gritan? Los pelirrojos cuando no lloran, cantan o hablan como cabreros en la montaña. Da igual que les corrija, sonriendo para imitar a mis envidiadas congéneres o con cara de furia extrema. A los tres minutos, otra vez. Y quien dice que gritar dice gatear por los probadores o lamer espejos.

2.- ¿Por qué sus niños siempre las ven desde lejos con un simple giro de muñeca y acuden raudos y veloces y los míos precisan que tenga que llamarlos a voz en grito un mínimo de tres veces, cuatro si no me poseen los Morancos? Y que no me digan que es por insistir porque insisto hasta dar miedo. De hecho, hasta los de la mesa de al lado tienen miedo. 

3.- ¿Cómo logran no alterarse nunca ni aunque lleven siete niños en pandilla? ¿Meditación? ¿Sintonización de chakras? ¿Valium?   

4.- ¿Cuándo se hacen la plancha y se pintan las uñas con dos capas? ¿Por la noche cuando ya no hay fuerza ni para bostezar, por la mañana infartada viva viviendo al límite del reloj? ¿En la oficina? ¿Es una peluca?

5.- ¿Porque los niños de las madres perfectas no quieren vestir de chonis como los míos? Los pelirrojos al final se ponen los trajes de Gocco, pero me toca tres horas de negociación y para evitar que la primogénita se coloque el gorro de pandillera de barrio marginal con lentejuelas fucsia, le tengo que dejar echarse dos brochazos de colorete 'ultraboncreado' o ponerse las gafas de sol de las que salen dos palmeras de ocho centímetros. Y el otro día el pater tuvo que llevar al aspirante a la guardería con el casco de la bicicleta de la hermana para que no entrara en cólera.

Un (espantoso) día de playa

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Una de las consecuencias del malvivir maternal y la falta de horas de sueño es que a una empieza a fallarle la memoria y lo mismo lleva los cascabeles para el gorro de bufón al colegio dos semanas después de cuando lo pidieron, que viste a la niña para la función de baile un mes antes, coincidiendo con el día de la Virgen Niña y en lugar de perfectamente uniformada o disfrazada de angelito, la pelirroja llega vestida de Lola Flores con una flor de metro y medio y las castañuelas en la mano para disgusto de la señorita.

No obstante, me atrevería a decir que la falta de memoria es así en general una cosa buena porque posibilita que a una se le vayan olvidando los días horribles vividos en familia y volver a revivirlos sin descanso, y cuando vuelve a llegar la Feria de Agosto una la coge con ganas y decide enfrentarse a los feriantes y al ‘Follow the leader’ con los pelirrojos adosados a la cadera a pesar de que el año anterior la primogénita hizo un amago de desaparición entre el gentío, Cigoto se comió medio abanico y me tiraron una jarra de dos litros de tinto de verano sobre mi recién estrenado vestido y no me partieron el pie porque logré frenarla con la rodilla, que se me quedó metida para adentro hora y media.

Pues más o menos lo mismo es lo que me pasó el otro día con la playa. Que a una se le había olvidado el horror del año pasado y cuando vio tres días seguidos de calor veraniego, se vino arriba y en lugar de enfrentarnos a los legionarios que desfilaban por la puerta de casa decidimos irnos de playeo a buscar bronceado y problemas, con dos pelirrojos y media casa a cuestas, que yo no sé por qué pero ir a la playa es como hacer una mudanza pero en peor.

Y allí nos plantamos a la amanecía del Jueves Santo, el pater, los pelirrojos y yo, con dos millones de cubos y palas y rastrillos, la sombrilla que nunca clava bien y acaba apuñalando a alguien, las cremas tipo yeso, los veinte pares de toallas, las mudas variadas, los pañales para el baño, las revistas para fingir que vamos a relajarnos, los manguitos, flotadores y hasta una bañerita para el aspirante que compramos en los chinos y que dejó al pater hiperventilado para todo el día.

Por supuesto, a los tres minutos de estar allí acampados, el día se nubló y el mar se llenó de olas negruzcas como si fuera el fin de mundo, pero el ánimo no decaía. Que una no se había pasado media mañana haciendo macutos para esto. La pelirroja a la que le había calzado un bañador de hace dos años porque no había encontrado la bolsa del año pasado, pobre criatura que parecía Kim Kardashian, suplicaba hincada en la arena como una dolorosa que por favor nos bañáramos en el agua apocalíptica y a menos quince grados, mientras el pater inflaba cosas en una maratón sin fin, yo me retorcía en la toalla para esconder mis carnes blanquecinas con una postura made in Circo del Sol y Cigoto se rebozada cual croqueta con la cara hincada en la arena y las pupilas llenas de chinos.

Luego se rizó el rizo, llegó el frío polar huracanado y una ola tipo tsunami nos mojó las toallas, arrastró los cubos y casi se lleva por delante al hermanísimo, indignado también porque su paquete de patatas al jamón con el que comía arena como si fuera humus se le había ido flotando orilla abajo y no estaba dispuesto a tolerar tal ultraje, lo que le obligó a enfrentarse a grito limpio con el mar con su pataje de anciana artítrica.que casi le cuesta la vida y la dignidad.

Así que chorreando y muertos de frío decidimos dejar de fingir y volver a casa no sin antes someternos a los trabajos forzados que implica la recogida playera, que bien deberían estar prohibidos por la ONU, los enjuagues de los dos mil cacharritos, las visitas a la ducha para que acto seguido los pelirrojos se emborricen nuevamente en la arena, las desinfladas de bañeritas y demás, los estrujamientos de toallas y las ganas de pedir una muerte digna frente el paseo marítimo.

Al final, lo conseguimos pero acabamos volviendo a casa vestidos de indigentes –no entiendo por qué después de un día playero la ropa se convierte en harapos- con los pelos chorreando y llenos de bártulos como si fuéramos a pasar el estrecho y por supuesto con más frío que Di Caprio en Titanic.

Y con estas pintas callejeamos por el centro histórico malagueño rumbo a casa, encontrándonos con millones de personas arregladísimas para disfrutar de la mañana del Jueves Santo y el traslado del Cristo de Mena con sus trajes de chaqueta, sus vestidos de entretiempo y sus rebequitas de punto bobo, mientras nosotros parecíamos recién sacados de Chernobil.

Finalmente llegamos a casa, exactamente hora y media después de haber salido, a disfrutar de nuestra recién estrenada pulmonía galopante, a ducharnos, ponernos los pijamas de invierno y hacernos la firme promesa de no volver a pisar la playa hasta que sea julio o hasta que se nos olvide la pesadilla vivida. O sea, hasta la semana que viene.

No somos nadie.

Cigoto el indocumentado

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El aspirante es extranjero. Un guiri, pero de verdad. Aunque aún no tenga pasaporte que lo acredite, que a una madre no le hace falta pasaporte para saber que su hijo es extranjero. O sea que es un extranjero sin papeles, qué valor, como está el patio, maremía. Yo no había comentado nada por aquello de ser prudente. Pero yo lo sabía. Como no lo voy a saber si yo soy prácticamente gitana y la prole son blancos como la leche y pelirrojos como las candelas.

Con la pelirroja tuve mis sospechas pero como es una folclórica lampona por ver tronos a dos centímetros de la nariz y vestirse de faralaes con sus castañuelas en ristre y bailando La Niña de Puerta Oscura como si no hubiera un mañana, pues me despistó. De hecho igual ya ni siquiera es extranjera porque con todos los deberes que le mandan cada día en el cole seguro que le han  dado el permiso de residencia.

Con el aspirante la cosa es diferente porque no sólo no ha mostrado la más mínima empatía con las costumbres de la tierra sino que el otro día lanzó el tacón de ensayo de la primogénita al wc y luego le echó medió bote de acondicionador bifásico encima, en plan desprecio total por la copla y los tratamientos capilares.

Pero la pista principal que me ha llevado a la determinación de que el niño es guiri es el tema del habla. De momento manejamos cuatro palabras –o eso queremos creer-, pero de mamá ni hablamos. Igual porque ni me reconoce como tal con esta melena negra tipo Sandro Rey que me ha quedado después del tinte ‘castaño claro’ que me compré en la perfumería y me trae por el camino de la amargura.

Eso sí, parece que el inglés lo lleva mejor y cuando se despierta y se me tira en la cara desde la cuna, después de reírse mientras me recompongo los pómulos, grita ‘up’ a grito pelado como si fuera un marine y cuando le quito los rotuladores me persigue dedo en alto y en lugar de no, me dice nouu, nouuu como si fuera Amy Winehouse.

Pero su expresión favorita que usa en cualquier tiempo y lugar es ‘oh, yeah’ entonada como un guiri de chanclas y calcetines y lo mismo la usa cuando descubre un paquete abierto de pelotazos o patatas al jamón que cuando se sube a la encimera de la cocina y grita ‘oh yeah papá’ mientras se aplaude a sí mismo por la hazaña.

Así que ahora he empezado a afinar el oído porque igual no dice mamá pero quién sabe si lleva cuatro meses diciendo mom y yo aquí criticándolo cual malamadre rencorosa. Pero vamos, que como no ose a nombrarme en ningún idioma, dialecto o lengua muerta, con las caderas de estrías que me ha dejado y las ojeras que vengo acumulando desde su nacimiento, mañana mismo llamo a Extranjería y que lo deporten.

Y que luego venga Amnistía Internacional a contarme milongas. Hombre ya. 


De maternidades y agotamientos

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La maternidad es una cosa muy de cansarse, como el spining pero en peor, porque en el spining además de que te ponen música y tienes a un tipo loco y vestido de majara dándote ánimos a grito pelado, al final logras endurecer los muslos y perder algún kilo y con la maternidad más bien los ganas, la música ambiental es la síntonía de Peppa Pig y el fortalecimiento de los muslos es una cosa que ni siquiera te planteas como los viajes al Caribe o las siestas de tres horas o de dos o de una, o más bien las siestas en general.

Dependiendo del niño en cuestión y de su grado de incombustibilidad, de la edad, del número de hermanos y/o aliados por tu malvivir con los que conviva, y por supuesto del grado de agotamiento y de la salud mental de la madre, unas cosas puntuarán más que otras. Pero hay unos básicos que nunca fallan en la vida de toda madre agotada:

1.- La falta de sueño. Desde que rompes agua hasta que lo casas, la falta de sueño es una constante en tu vida, con sus consecuentes ojeras nivel Premium de metro y medio de profundidad y tu falta de riesgo sanguíneo que te hace incapaz de seguir cualquier conversación adulta y, a veces, ni infantil. Primero será por los llantos, las tomas de leche a demanda y los cambios de pañales a las cuatro de la madrugada, luego los virus y las noches de toses y mocos sin fin, dando bandazos en camisón, pegándote cabezazos contra los quicios de las puertas, con el termómetro en una mano y el jeringazo de Apiretal en la otra, después el miedo a Maléfica y al malo de Spiderman, con el consecuente cambio de cama y ‘lisiamiento’ de espalda de por vida, que tres de cada cuatro días llegas a la oficina como Robocop pero con más mala leche, y cuando por fin los tienes criados y parece que todo va a ser roncar, llegan las noches de juerga con los amigos y tú en el sofá como tu madre, con una tila alpina inventándote historias de bandas criminales y palizas en callejones. Vida perra.

2.- Las enfermedades comunes. Cuando las madres decían aquello de ‘yo prefiero ponerme mala yo, que verte a ti mala’ no lo decían por bondad sino por egoísmo. Que una se pone mala, se mete su chute de Espidifen y antibiótico y a sobrevivir. Si por el contrario, es la nena la que se pone mala, habemus fiesta. Primero porque te da mucha penita verla enferma sobre todo si aún no habla y tienes que interpretar síntomas a lo David Copperfield, y empadronarte a las puertas del Materno dos semanas en plan madre hipocondríaca total y segundo porque aquí ya ni duerme, ni come, ni vive nadie. Nadieee.  

3.- Los ruidos varios. Nadie te lo avisa, pero los niños hacen mucho ruido. Mucho. Siempre. Y aunque parezca un tema baladí, no lo es. Ni mijita. Ya me lo contarás cuando lleves dos sobredosis de ibuprofeno en el cuerpo. Desde los llantos de gato salvaje de recién nacido, hasta los gritos de los dos años, las sintonías de la tele, las canciones del colegio, el tambor, la trompeta, los tacones del baile y las castañuelas, la radio karaoke de las princesas, las peleas, las pataletas, la flauta que le trajo tu abuela del pueblo… Contaminación acústica lo llaman.

 4.- Los deberes. Las que tengáis ahora un nene con cólico del lactante y creáis que no hay nada peor os equivocáis. De pleno. El maravilloso mundo de los deberes es el verdadero infierno de toda madre de bien. Sumas, restas, regletas, tangram y los temidos copiados son para dejarte calva a disgustos. ‘Ez que me duele la barrigaaa’, ‘es que tengo hambreee’, ‘ez que no tengo ganaz, anda porfa, cuando termine Zofía’, ‘Ez que me hago mucha caca, de verdad’, ‘ez que zon un rollo y no quierooo’ y así hasta dos millones de excusas y cuatro horas y media para hacer un copiado de tres líneas. Cuando lleguen las ecuaciones de segundo grado me apunto a la Legión.

5.- La ausencia del yo. Lo mejor es asumirlo. Repetid conmigo, nunca llevaré el pelo perfectamente planchado ni las uñas bien pintadas ni tendré una conversación coherente por teléfono con una amiga, ni tendré una barra de labios que me duré más de tres días antes de ser machacada contra el parqué… Porque intentar luchar contra los elementos y pintarte las uñas en la encimera de la cocina mientras Cigoto trepa para hacerse con el bote y comérselo y la pelirroja llora a tu lado porque quiere pintártelas ella porque ‘me zalen zuperbien de verdad, te lo estoy prometiendooo’ no es que sea agotador, es que es para que te dé un ictus.

PD. Este miércoles 22 de abril a las 19 horas presento y firmo mi libro 'Suegra no hay más que una... ¡Gracias a Dios!' en la FNAC de Málaga (en el CC Málaga Plaza) si os pilla cerquita y os apetece ¡¡¡pasaooooooos!!! Os estaré esperando, amores!!!!

La bondad de la prole y otros terrores

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Una se queja -porque si no se queja no es una y además le sale un tumor cerebral de tanto estrés metido para adentro- porque sus retoños son unos malhechores que le tienen la casa como si hubiera sufrido un terremoto, porque hay que dejarse la vida y las entrañas para que recojan sus juguetes o hagan los deberes o se metan en la bañera sin decir esta boca es mía o dejen de complicarle a una la vida un domingo a las diez de la noche... y eso es para quejarse. Para quejarse y para ponerle una hoja de reclamaciones a la cigüeña por publicidad engañosa.

Sin embargo, a veces la prole se compadece de una, con esta cara de loca que se me está poniendo, siempre con los ojos chicos en plan furia nivel ocho, y trata de hacer el bien presuntamente para contentarme, y entonces la divina providencia y la cigüeña, unas hijas de su madre ambas dos, se parten de risa al ver los resultados de tanta bondad que generalmente son infinitamente peores que la maldad en sí misma. Un juego de palabras del destino, mire usted.

Como cuando en plan amor amor, para compensarme 'por todo lo que hacez' me confecciona un improvisado collar con un cordón de lana de color de rata muerta y cuatro presuntas estrellas de papel mal coloreadas y pegadas con pegamento de barra al cordón. Y me lo tengo que poner y me debato entre arrancarme cuatro capas de epidermis a rascones de lo que pica la lana o frenar el brote de dermatitis que me está dando del pegamento refregado por todo el cuello o hacerme la muerta para que nadie me vea haciendo el indio de esa manera. Pero luego en mitad del restaurante, con las estrellas pegadas en el pelo, descubro a otra pobre desgraciada que soportando el peso de dos millones de caracolas medio rotas combinadas con macarrones que lleva atadas al cuello, me mira con cara de cordero degollado desde la mesa de al lado, sufridora también de la bondad de sus hijos.

O cuando quiere agasajarme y me prepara unas galletas 'con todo mi amol' untadas en leche condensada y mantequilla y con una aceituna arriba, y cuando me ve poner cara de espanto me anima con un 'pero zi no tienen güezo ni bola -léase anchoas-' y es tanto el entusiasmo, que al final, aunque lleve dos semanas a dieta extrema y no me tomara ni una copa de vino en el cumpleaños de mi amiga, me jalo las dos mil calorías más asquerosas del mundo.

O cuando la nena para dar una sorpresa decide meterse sola en la ducha y echarse medio bote de mi carísima mascarilla en la coronilla para acabar con el pelo grasiento nivel no me baño desde 1997 durante tres semanas.

O cuando me meto en la ducha quejándome del desorden que hay en el salón, planeando calmar mi ira echándome veinte litros de agua hirviendo por la cabeza y la pelirroja entreabre la puerta para preguntarme cuánto me queda porque tiene una 'zuperzorpreza' para mí. Y yo que sólo quiero soledad y que aún no me he quitado las braguitas, le digo que se vaya, que aún me queda, y que yo la aviso. Pero no. Se queda allí, echándome el aliento por la rendija de la puerta como un psicópata y tosiendo de cuando en cuando para hacerse notar. '¿Cuánto te queda ya? ¿Ya te haz lavado la cabeza? ¿te estás peinando? ¿Cuándo vaz a zalir? Ez que eztoy ezperando...' Y al final cuando ya no puedo más de tanto estrés, me envuelvo en la toalla y salgo con los pelos chorreando como la Niña de The Ring para acabar con el martirio. Ella abre los ojos como un lemur cocainómano y me enseña el salón aparentemente recogido. Y digo aparentemente porque los gusanitos asoman por debajo del sofá, junto a los cortadores de plastina y los paquetes de aspitos que habrá empujado con el pie creando una microsociedad ahí abajo y detrás del cojín está la familia entera de Peppa Pig junto a un zumo a medio beber y el pañal que el hermano ha tenido a bien arrancarse ahora que está en plan nudista subversivo. Y claro, lo peor es que una no puede ni quejarse porque la criatura se cree que ha hecho un trabajo fino filipino y que te ha dado la sorpresa del siglo, así que ya no puedes solucionar ese desaguisado para no herir sus sentimientos.

Total, que no hay manera de ganar.

Me gusta ser mamá

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Me gusta ser mamá y despertarme cada mañana rodeada de bracitos regordetes y tirabuzones rojos aunque no me hayan dejado pegar ojo en toda la noche.

Me gusta ser mamá y ver películas antiguas con la pelirroja rodeada de mantas y palomitas y ver cómo se emociona como yo me emocioné a su edad. Y llorar juntas cuando ET vuelve a casa.

Me gusta ser mamá y llevarlos al parque y verlos correr felices toboganes abajo y hacer amigos y compartir sus chucherías mientras yo hiperventilo y me enorgullezco de mi prole a partes iguales.

Me gusta ser mamá y recogerlos del cole y que me reciban con mil besos y que la pelirroja me ponga al día de las intrigas palaciegas del patio del colegio y fingir que me interesan mucho y debatirlas como si fuéramos dos amigas tomando café. Y verla hacerse mayor en cada paseo.

Me gusta ser mamá y arreglarme estresada sabiendo que me esperan al otro lado de la puerta del baño con peticiones varias y que al salir me miren como si fuera una estrella de Hollywood, aunque no haya tenido peor cara en toda mi vida.

Me gusta ser mamá y poner la música a todo volumen y bailar con el pelirrojo que se me abraza a una pierna y cierra los ojos de la emoción y cantar con la primogénita por Pimpinela, cepillo en mano, y dejarnos la garganta en cada agudo como si se nos fuera la vida en ello. Y mirarnos cómplices al inicio de cada estrofa y sentirme parte de algo muy importante.

Me gusta ser mamá y descubrir que después de un mes luchando con los deberes, la nena empieza a tener una bonita letra y ahora es ella la que nos lee los cuentos antes de dormir. Y no he escuchado cuentos más bonitos en toda mi vida.

Me gusta ser mamá y ver cómo el pelirrojo aprende a decir cualquier cosa antes que mamá, pero que corre a abrazarme con los brazos en alto y gritando de emoción cada vez que entro por la puerta. Y con eso me basta.

Me gusta ser mamá y bañarnos juntos en la piscina y en la playa en un revuelo de cuerpecitos mojados y escurridizos y arañazos de manguitos y crema en los ojos y risas y más risas y sabor a verano y a felicidad.

Me gusta ser mamá y recibir abrazos interminables, achuchones y besos pegajosos con sabor a fresa después de un mal día. Y después un buen día también. Y saber que por fin estoy en casa. Aunque aun estemos en la calle.

Porque a pesar de todo, ser mamá es una pasada... ¡Felicidades a todas las mamás del mundo!

El peluquero de Cigoto, la tuerca y otros misterios

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Al hermanísimo me lo pelan. Cada dos por tres. En secreto, con nocturnidad y alevosía y sin que nadie reconozca la autoría de los hechos, aprovechándose de esta falta de cordura y de lucidez que arrastro desde el primer predictor que hace que no me dé cuenta ni de qué en día vivo. O eso creen los malos. Que yo con mis ojeras y mi mala cara a veces tengo un arranque de lucidez y así como quien no quiere la cosa, lo mismo te recito la Canción del Pirata de Espronceda que me arranco con una disertación barata sobre macroeconomía  que más quisieran los polemistas de Tele5.

Y un día de esos buenos me di cuenta. Cómo no iba a darme cuenta si el niño estaba un día con su pelo a lo nuevas generaciones del PP y a los pocos días era Jane Wyman en Belinda, con un miniflequillo para arrancarse los ojos de las cuencas y unas bolas de tirabuzones detrás de las orejas, que hasta el pater que me toma por loca la mitad del tiempo también se coscó del asunto. Y tampoco había rastro del cogote de chusmi de los ochenta que se le quedaba tras la ducha en plan Tijeritas suburbial. No había duda. El ultraje se había producido.

Primero pensé que podría tratarse de algún fabricante de pelucas loco por el cobrizo raruno del aspirante, que agazapado en cualquier esquina, tijeras en mano le arrancaba dos o tres tirabuzones por mes para ir preparando el cardado para una señora del barrio de Salamanca, pero no nos engañemos, Cigoto ha heredado el pelo-rata de su madre y con eso no se puede hacer más que un postizo y de los chinos. Teoría descartada. Luego pensé que se tratase de algún malhechor que quisiera dos manojos de pelo por semana para hacernos un conjuro, lo que sería una teoría válida teniendo en cuenta el poder del mal que tiene poseído al benjamín de la casa, que lo mismo te trepa por la estantería Billy y se come tres hojas centrales del Julio César de Shakespeare que se mete en el armario a embadurnarme las paredes con crema nivea de lata. O incluso podría tratarse del afán peluquero de la pelirroja que me deja calva a tirones cada vez que me suplica hacerme una trenza de espiga y que igual se había venido arriba y ahora quería darle movimiento a la maltrecha melena del hermanísimo con las tijeras de la Princesa Sofía llenas de pegamento. Pero luego recordé lo poco constante que es la nena y seguro que al primer mechón ya se habría aburrido y si no, lo gritos de Cigoto, que no la tolera, hubieran hecho saltar las alarmas.

Así que tras atar cabos y reunir pesquisas sólo quedaron dos sospechosas. Las de siempre. Las abuelas. Cierto es que este tipo de fechorías son más propias de la mamma, pero la mamma no se corta en reconocerlo y encima en regañarme porque no lo haya hecho yo antes, así que quedó descartada desde el momento en que no solo lo negó sino que se puso morada de la risa porque efectivamente el niño se parecía a Belinda. Eso sí me dijo que igual había sido el pater que temeroso no se atrevía a contarme la verdad ante el resultado catastrófico.

La segunda sospechosa fue la suegra, de cuya casa ha venido las dos veces en las que le ha encogido el pelo a la criatura pero la mujer también lo niega y teniendo en cuenta su prudencia tampoco me pega, eso sí, ha aventurado a decir que igual son las de guardería, yo creo que para que corra el bulto aunque bien pensado igual que tienen psicóloga a lo mejor tienen estilista. A saber. La cuestión es que los personajes de este cluedo que nos hemos montado son cada vez más numerosos y no hay manera de dar con la solución al misterio.

De momento la versión que más nos convence es la que ha dado la pelirroja y que achaca el nuevo look de Cigoto a la existencia de algún mecanismo en su cuerpo que le hace crecer o decrecer el pelo como su barbie de los chinos o la terrorífica muñeca Rosaura que tenía mi hermana y que tenía una tuerca en la espalda con la que las coletas salían y entraban de la cabeza como por arte de magia para asombro y admiración de todas las amigas. Y lo veo.

Pero claro, ya puestos a la nena se le ha ocurrido que si finalmente el niño tiene la tuerca la podemos girar sin descanso hasta que le saquemos una melena como la de Rapunzel ‘zuperlarguízima’. Y sólo de pensar en cepillarle la maraña de pelos después del baño, he hiperventilado de mala manera. Así que he decidido autoinculparme del pelado de Belinda y acabar con esto, no vaya a ser que al final le encontremos la dichosa tuerca y me vea haciéndole los moños italianos para llevarlo a la guardería, con la de cosas que tengo yo que hacer.

Mala vida playera

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Yo llevo una mala vida muy grande y lo asumo con entereza como quien sufre de juanetes o tiene propensión al ardor de estómago. Yo, en cambio, tengo dos pelirrojos que dan mucha guerra y un pater que trabaja cuarenta horas al día como una costurera de Bangladesh, lo que me obliga a vivir los fines de semana cual madre soltera, debatiéndome entre quedarme en casa haciéndome la muerta y viendo mi vida pasar entre capítulos de Callie en el Oeste y maltrato físico con lanzamiento de piezas de construcción a las sienes y demostraciones de baile moderno sobre mis tobillos, o tirarme a la calle a jugarme la poca cordura que me queda con planes infantiles abominables.

Ayer opté por lo segundo y aprovechando que hacía un calor propio de agosto y que el pelirrojo tenía prohibido que le diera el sol en la cicatriz –sí ha vuelto a abrirse la frente- me fui con la primogénita a la playa por aquello de vivir intensamente como quien hace puenting cabeza abajo pero sin cuerda ni seguro de vida.

Por supuesto cuando llegamos ya había dos millones de personas en la playa y nos acoplamos entre la típica señora pulgón de metroquince y gigantopecho de ‘estoy frita por contarte mi caso de artritis en cuanto me mires dos veces’ y una señorona de silla y libro de las que te mira torcido en cuanto la niña saca la pala.

Por supuesto, la señora pulgón aprovechó para entre contarme la historia de su sobrino legionario que se metió a gay y la de su vecina que pilló una depresión porque se le inundó la casa, aconsejarme técnicas variopintas para que la pelirroja no se quemara porque al parecer no era suficiente el enyesamiento de Isdin pantalla total, el borsalino, las gafas y la sombrilla como si fuéramos guiris trasnochados. Y así durante dos horas y media.

Por supuesto, también, había olas nivel tsunami para que pudiéramos debatirnos entre morir de un golpe de calor en secano o coquetear con la ahogamiento y la muerte a base de tragar litros de agua salada, que obviamente es lo que hicimos, para acabar haciendo topless involuntario y con una cicatriz en la mejilla como la de Iñigo Montoya del ataque a traición de un manguito asesino. Un clásico.

Por supuesto, además de salir medio ahogadas del agua, las olas también habían acabado empapando las toallas, la cesta de temporada y el ánimo y acabamos huyendo mojadas, llenas de arena y con los pelos como el cantante de Camela rumbo al McDonalds a terminar de echar la mañana con una ensalada con sabor a nada y el reflejo de mi malacara verdosa en el espejo de la columna, todo ello con un chorro de aire acondicionado en el cuello, que me tiene ahora como el hermano parapléjico de Robocop.

Por suerte, llegamos a casa para descubrir que teníamos dos millones de deberes y un salón que había sufrido las diez plagas de Egipto y un terremoto nivel 8. Un hermanísimo regenerado tras tres horas de siesta y un pater con un periódico urgente que entregar en las próximas horas.

Pues eso, que yo quiero que me criogenicen y que me despierten cuando los niños se me vayan a  casar. O mejor, después, con la de trabajo que da una boda...

Sueño, tengo sueño

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Si hay un rasgo que distingue a toda madre de bien, además de las ojeras y el bolso lleno de muchos envoltorios y sustancias pegajosas varias, es el agotamiento. No el cansancio en plan vengo de un viaje de esos de circuitos que me han tenido quince horas diarias corriendo detrás de una majara con un paraguas en alto o nivel llevo una semana de Feria con el rabillo tatuado y bailando sevillanas como si no hubiera un mañana. Tampoco. Es agotamiento nivel quiero tirarme bocabajo en el suelo lamiendo el parqué y esperar la muerte. De ése.

Que una duerma poco y mal ayuda. Ayuda al descolgamiento facial, a la cara de indio viejo, a los ojos incrustados en la nuca como Nacho Cano y al malvivir extremo. Una empieza a maldormir desde que se embaraza y no sabe cómo colocar el barrigón para no morir afixiada o con muerte por aplastamiento propio, recolocando órganos cada tres minutos y cambiando de postura para bajar el nivel de ardores y no acabar quemándole la nuca al pater como un dragón de la kalessi.

Luego nace el niño y empiezan las posturas tipo Circo del Sol que alguien te ha dicho que vienen bien para los cólicos y tú allí con tus puntos y tu mala cara retorciendo los brazos entumecidos como si fueras un bailarín de break dance un jueves a las tres de la mañana para que el niños siga llorando como un descosido. La parte positiva es que así no duerme nadie y por aquello del mal de muchos la cosa consuela. Luego si el niño es bueno, la ansiedad es doble, porque para toda madre un niño que no hace ruido es un niño con la muerte súbita detrás de la oreja y empiezan los zarandeos nocturnos, los dedos debajo de la nariz y la vigilancia extrema entre los barrotes de la cuna en plan psicópata como Jack Nicholson en El Resplandor.

Luego se hacen mayores y vienen los terrores nocturnos, las aguas, los pipís, el ratónoso perdido, los mocos, el dalsy, el termómetro, los asaltos a cara perro sobre tus lumbares, el colecho forzado con escoliosis garantizada y un largo etcétera de sinsabores propios de la noche de toda madre.

Las consecuencias son  ir por la vida a medio gas, perder neuronas y capacidad de reacción. Vamos, que se te tira un autobús encima y hasta que no te ponen la vía ni te enteras. Que tu amiga que aún es soltera y duerme nueve horas para mantener la tersura epidérmica te cuenta emocionada que se ha acostado con el vecino de arriba que es modelo y tú que en otra vida te hubieras enganchado al cuello suplicando detalles te quedas con la mirada perdida en el horizonte repasando si los politos del uniforme están tendidos o si hay vida inteligente en otros planetas más allá del sistema solar. Como si te importara más que el forniqueo ajeno.

El ir con sueño por la vida implica, además, que puedas quedarte dormida en cualquier esquina, en la reunión de la oficina con los responsables de Andalucía o en la tutoría con la maestra que quiere hablarte de las regletas y de la importancia  de la coordinación óculo manual de tu hijo en el grafismo, como si no tuvieras tú ya bastante con lo tuyo.

Y aunque has aprendido a dormir con los ojos abiertos no aciertas a responder a tiempo ni adecuadamente, así lo mismo le cuentas a la tutora las gráficas del plan de comunicación del segundo trimestre que le explicas al jefe regional lo complicada que se está poniendo la niña. Y así siempre. Sin querer, pero sin sufrir, que una madre agotada es una madre indolente.

Indolente hasta que suena el despertador a las seis de la mañana después de media noche en vela. Entonces entra en ira matutina sin fin y fantasea con la idea de coger un rifle y salir a la calle en camisón a pegar tiros para que luego en el telediario los vecinos digan aquello de‘parecía una chica normal y educada. Siempre saludaba en el portal’ para que la portera añada ‘Sí, sí, pero últimamente tenía muy malacara, se ve que dormía poco, pero cómo iba a dormir la criatura con esas dos fieras que tiene por niños’ y entonces otras madres agotadas la verían desde el otro lado de la televisión con esos pelos que no han visto una peluquería en meses y esas cuencas por ojeras dentro del coche policial y asentirían compasivas. Y hasta envidiosas. Que es pensar en una celda con tu literita para ti sola, tu televisión adulta y tus libros y se les ponen los pelos como escarpias de la emoción. Y a quién no.



El Ratoncito Pérez y otras maneras de morir

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La vida está llena de complicaciones para los padres, imagino que para castigarnos por traer al mundo niños gritones que arruinan la paz de los demás, como ayer en la playa, que a una guiri que leía feliz en su hamaca casi le da un ictus cuando nos vio aparecer con los pelirrojos y dos millones de trastos e instalarnos a su lado a darle el día, con lo contenta que estaba. Indudablemente, y teniendo en cuenta que se comió de tres a cuatro palazos de arena, merecíamos un correctivo.  Como siempre.
  
Nosotros complicaciones tenemos muchas porque llevamos una vida muy mala de estreses variados y porque nos gustan las comedias extremas y los dramas y los aspavientos como si fuéramos una obra de Lorca, así que cuando la pelirroja me mandó un vídeo al trabajo anunciándome que se le movía un diente, me temí lo peor. En breve iba a tener que encarnar al Ratoncito Pérez con lo poco que me gustan a mí lo roedores y la ansiedad tan mala que me da actuar con nocturnidad y alevosía con el corazón al borde del infarto de pensar que me van a pillar. Que es ver una película de ladrones y tener que esconderme en el baño cuando sortean las alarmas y las luces ésas como láseres para hacerse con el diamante más valioso del mundo, así que imaginaros la noche de Reyes, que me tengo que tomar tres tilas antes de inflar el primer globo.

 Bueno, pues ahora además de Papa Noel y Rey Mago también me toca ser Ratoncito Pérez, en una tripolaridad la mar de mala de engaños y subterfugios hacia la prole, de esperar hasta la madrugada para que estén bien dormidos, pegando cabezadas en el sofá como una octogenaria con el cuello estrosaíto, de comprobar que no hay moros en la costa, de colocar los regalos andando de puntillas, de sudor frío en la frente y de ver tu vida pasar delante de tus ojos cada vez que se mueven u osan a darse la vuelta en la cama para dejarte infartada viva.

 La pelirroja como no escatima en esfuerzos para tenerme al borde del colapso decidió que el diente se le caería en festivo y de noche, para que no pudiéramos preparar nada, que a ver que no es que fuera a hacerle una recepción oficial al ratón pero qué menos que un sosiego y un pensar y un planear el asunto que era el primer diente y eso no es tema baladí.

Pero no, la niña decidió que un domingo a las nueve era el mejor día, así que la opción regalito estaba descartada y casi mejor porque yo soy una mujer de tradiciones y lo de las monedas me molaba más, pero claro, la idea era ponerle junto a cuatro o cinco euros, algunas chuches o algo para animarle el cotarro que yo por un incisivo muero. Así que una vez que la dormí hiperexcitada y con su ratón de fieltro con bolsillo atesorando el diente, me tocó tirarme a las calles con los ojos hundidos en la nuca de agotamiento extremo, a buscar un chino o un algo donde conseguir unas cuantas gominolas o piruletas o un paquete de Orbyt de eucalipto que el nivel iba bajando a medida que las pupilas se me empequeñecían.
  
Y lo logré, pero cuando llegué a la casa descubrimos que no teníamos apenas monedas, nada más que de las puercas y como la niña, que ya sabe de euros porque la seño lleva un mes trabajando con el asunto, se encontrara cuarenta céntimos debajo de la almohada no sólo me los tiraba a la cara sino que denunciaba al roedor a la Asociación de Consumidores por esta venta ilegal por debajo de los precios de mercado.
  
Total, que ante la idea de tener que volver a bajar en busca de cambio o de que bajara el pater y quedarme con el pelirrojo y la preparación de la pantomima a solas, optamos por dejarle un billete de 20 euracos, igual con suerte a la mañana siguiente le podríamos dar el cambiazo por uno de cinco una vez que lo metiera en la hucha. Como veis somos padres súper responsables y buena gente.
 
El proceso fue duro. Porque si hacer de Reyes es complicado, hacer de Ratoncito Pérez y tener que meter la mano debajo de la almohada entre los tirabuzones pelirrojos es de nota. Luego tienes que meter el dinero y los caramelos nuevamente bajo la almohada en el mismo sitio, a no ser que justo cuando vayas a hacerlo, la niña te coloque la cabeza en tu zona de acceso así que te toca encalomarte con la espalda fracturada para llegar al otro extremo sin tocarla siquiera, no vayas a despertarla, para que justo entonces pises a la Barbie Costurera y ésta empiece a cantar como una loca mientras la pelirroja se mueve a un lado y al otro y el pelirrojo toca palmas desde el pasillo.
  
Por suerte no se despertó ni por el trasteo ni por la música ni por la bola de caramelos que levantaba la almohada y que imagino que dejó a la niña con las cervicales para el arrastre, pero dadas las prioridades, eso era una mal menor. Daños colaterales lo llaman.

El problema fue que en a las cinco de la mañana mientras maldormía, me acordé de que la pelirroja había colocado queso y galletas para el ratón y me levanté como alma que lleva el diablo para tirarlo antes de que se despertara, que un desprecio así del roedor le hubiera partido el corazón. Pero justo mientras cogía los trozos vi a la niña moverse más de la cuenta y tratar de abrir un ojo con el tiempo justo de meterme en la boca los trozos manoseados de queso y dos restos de galleta y engullirlos como un rumiante antes de que la niña me pillara con la manos en la masa.

Pero no, al final la muy perraca no abrió los ojos y yo me volví a acostar con la sien derecha latiendo y el sentimiento de culpa de haber roto la dieta a caraperro y de una manera tan triste. Como recompensa, la niña no cabía en sí de gozo cuando despertó y vio que el Ratoncito Pérez había llegado y yo, también, de pensar que habíamos superado la prueba con éxito. Eso sí la alegría me duró hasta dos días después cuando a través del móvil del páter me mandó un vídeo al trabajo con cara de psicópata emocionada para anunciarme que ahora se le movía otro diente...

La importancia del bolso de mano

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Desde que soy madre y voy por la vida con el pelo crespo, me he vuelto una envidiosa. Fíjate que no hay cosa que menos me guste en esta vida que los envidiosos y las espinacas, pero dado que el endocrino me obliga a tomar espinacas, me he venido arriba y ahora todo son almuerzos ingratos y envidias insanas, que puestos a romper principios, mejor romperlos en bloque en plan catarsis chunga.

A mí siempre me han gustados los culos prietos y las piernas sin un gramo de celulitis, pero no en plan viejo sátiro de playa sino en plan entregaría el alma de mis bisnietos a cambio de tu cuerpo de modelo, pero era una cosa asumida y tampoco es plan de torturar a mi madre por esta genética de saldo que me ha dejado en herencia, así que una se disfrazaba con sus vestiditos monos de verano, sus biquinis estratégicos, sus borsalinos y panamás y sus gafas de espejo de fíjate lo guay que soy y al final acababa creyéndome que mis muslos eran como los de la guiri piernas de acero de la hamaca de al lado.

Pero claro, ahora que soy madre no tengo tiempo ni ganas ni fuerzas ni na de na para el postureo, que a fin de cuentas era lo que me salvaba. Y ahora mientras la nomadre generalmente perfecta que me toca al lado se unta en aceite de coco con su manicura recién estrenada y posturea, yo persigo pelirrojos enyesándolos en factor 50, transporto manguitos, toallas de Spiderman, balones y cubitos llenos de arena. Y así no hay postureo posible, porque por mucho glamour que tenga o quiera aparentar tener una, lo pierde al agacharse sudando como un pollo para cambiarle el bañador a la niña sin que se llene de arena las trompas de falopio, inflando manguitos a destajo o tumbándose (jaja) en una fabulosa toalla pareo empapada en arena mojada.

O voy de paseo y veo a las nomadres de pelo planchado y bolso de mano contoneándose como yo misma quisiera contonearme si pudiera llevar un bolso de mano en algún otro sitio que no fuera entre los dientes o en la entrepierna y se sientan a mi lado en una terraza y piden un gin tonic y se creen guays porque pueden hablar dos horas y media de un mensaje de whatssap y todas sus posibles interpretaciones y sobre pactos de gobierno y pasarelas de moda, mientras yo, que tengo el pelo como el enano del Señor de los Anillos y la cara desencajada de agotamiento extremo tengo que pelar aceitunas y partir gominolas y poner la voz de Peppa Pig y hasta hacer el ronquido ése terrible para tener al aspirante entretenido y que no le tire el vaso a los transeúntes o arranque la sombrilla de dos mil toneladas de cuajo. No hay derecho.

Y entonces me vuelvo muy loca por aquello de la falta de sueño y de carbohidratos y fantaseo con plantarme frente a ellas, darle su bolso de mano ideal de la muerte a Cigoto para que lo revolee o le vacíe medio botellín de agua dentro o se lo coma y les escupa dos gominolas a los ojos y dejarles claro que no es que ellas sean más guays ni más presumidas que yo, lo que ocurre es que el tiempo que dedican a sus cuerpos serranos lo tengo yo que emplear en mantener a dos pelirrojos con vida, que yo era tan o más guay que ellas y sus cejas perfectas, que mis bolsos de mano eran todavía más bonitos y que me gustaría verlas con dos vástagos a las espaldas a ver si podrían mantener esa melena y esas uñas perfectas y sobre todo ese postureo cuando la primogénita les gritara desde el baño de la terraza que ha terminado de hacer caca o el pelirrojo les vomitara el almuerzo en el regazo. Hombre ya.

Luego, me doy cuenta de que las pobres criaturas no me han hecho nada, de hecho hasta han sonreído amablemente cuando el hermanísimo intentó arrancar las extensiones... y al final hasta me acabo compadeciendo de pensar lo que aún les queda por delante cuando esas dos horas que ahora dedican a descifrar el mensaje de un follamigo lo tengan que emplear en calmar cólicos, ir a tutorías o hacer copiados a destajo.

Luego, cual perturbada pienso que cuando eso les llegue yo ya tendré niños adolescentes y podré renacer cual ave fénix y volver a usar bolso de mano y hablar dos horas de cualquier majaronada mientras ellas parten aceitunas y gominolas. Entonces me vengo arriba, me pinto los labios de fucsia como las modernas y me recoloco mis gafas de sol y les sonrío en plan'soy vuestro fantasma del futuro' y me quedo en paz.

Pues eso, que voy a ir al psicólogo.


Cómo reconocer a una madre de fiesta

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1.- Cuando una madre va de fiesta no se compra un vestido sino cuatro no porque haya cobrado la paga extra sino porque a) no sabe qué se lleva desde 1997 b) ya no reconoce su cuerpo y no tiene ni idea ni de los cortes ni colores que le favorecen con estas nuevas caderas que se agenció en el posparto y este color de enferma terminal y c) probarse prendas con dos boicoteadores lamespejos, balanceándose cual tarzanes en las tirantas de los vestidos de fiesta es prácticamente imposible cuando no peligroso para tu derecho de admisión en las tiendas del grupo Inditex.

2. - Cuando una madre va de fiesta precisa de más negociaciones con las abuelas canguro que los políticos en los pactos de investidura. Hojas de ruta, cesiones, intercambios de favores, cambios en el programa inicial y así hasta conseguir lanzar a los hijos a una hora prudente para que te dé tiempo a una restauración física completa y recogerlos al día siguiente una vez superada la resaca. Nunca antes. Aunque siempre hay una abuela canguro que llama dos millones de veces 'porque el niño quería hablar contigo' aunque sean las tres de la mañana y el niño tenga siete meses.

3.- Cuando una madre va de fiesta se viene arriba y se sube a unos tacones por encima de sus posibilidades, la suerte es que una madre siempre tiene un plan b en forma de manoletinas o de bailar descalza a lo Remedios Amaya, que el rollo slow se lleva mucho.

4.- Cuando una madre va de fiesta se lo bebe todo y lo baila todo como si fuera una abuela en una boda pero con más ansiedad, que nunca se sabe cuándo va a poder una repetir la hazaña fiestera.

5.- Cuando una madre va de fiesta no conoce ninguna canción a no ser que esté apuntada al gimnasio o tenga la radio del coche libre de los cantajuegos, Abraham Mateo, Violetta o los gemelos insoportables. Casi ná. Pero bailar las baila todas. Como si fuera su último día sobre la tierra.

6.- Cuando una madre va de fiesta se levanta como si acabaran de arrancarle todos los órganos vitales con un aspirador, ronca como un marinero fornido y aguardientoso y con la cabeza como si pesara dos mil toneladas. Con suerte la resaca sólo le durará una semana. O dos. Pero y lo bien...


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