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Channel: Hija no hay más que una... (Gracias a Dios)
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Madre sí hay más que una. 44.- La madre porculera

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La madre porculera cree que es la única madre del mundo y ya no es que trate de comerte la cabeza con los avances de su prole, que también, sino que se cree que tiene todo el derecho del mundo frente a cualquiera para cualquier cosa, que para eso es madre y sufridora.

Así, la madre porculera se hace la loca en la cola de los servicios porque su niño se hace mucho pipí, aunque tú y la tuya estéis en la cola con las piernas cruzadas desde hace media hora y con la vejiga a punto de salírsete por el ombligo. Pero es que ella es madre.

La madre porculera es la que se pone en primera fila en cualquier evento aunque llegue la última y se coloca al niño a hombros aunque detrás haya una caterva de chiquillos locos por ver algo de lo que se cuece delante de la madre porculera y su hijo. Pero es que ella es madre.

La madre porculera se cree que es la única que está embarazada y requiere de todo tipo de atenciones de parte de cualquiera, así, no sólo se cuela en todas partes sino que pide el primer trozo de tarta en un cumpleaños, se sienta la primera en cualquier reunión aunque no haya asientos para todos y haya veinte ancianos y tres discapacitados sudando como pollos. Pero es que ella está embarazada.

La madre porculera es la que siempre pregunta en las reuniones del colegio las extrañas cuestiones que sólo atañen a sus hijos –como si come o no en el comedor en una reunión de material escolar- y que a los demás les traen al fresco, monopolizando a la señorita día sí y día también y si alguien osa a hacer una pregunta cuya respuesta no le interesa, salta por encima, formulando otra y acallando la voz de la otra madre que prudente, se hace pequeñita en su silla, mientras la madre porculera saca una libreta y enumera una a una las necesidades de su hijo o las suyas. Pero es que ella es madre.

La madre porculera se mete en las piñatas para darle a su hijo veinte pares de aspitos, ‘porque es muy chico y no entiende’ probablemente como los otros diez chiquillos que hay alrededor y que se quedan con media piruleta pisoteada mirándola con cara de resignación. Pero, claro, es que ella es madre y, además, madre porculera.

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Y repetimos:
Cada lunes, un nuevo modelo de madre en ‘Madre sí hay más que una’. Entendemos que son tipos muy puristas y que más de una podéis picar de varios a la vez, pero de cualquier manera, hagamos autocrítica y encasillémonos, será divertido!! Los que no seáis madres podéis encasillar a las vuestras, a vuestras hermanas, a vuestras amigas o a vuestras mujeres… que todo sea crítiqueo y algarabía. Eso sí, que conste que desde ‘Hija no hay más que una’ no queremos juzgar a ningún prototipo de madre, o no mucho al menos, así que, por favor, que nadie se ofenda que nos va a tocar a todas… pero entretanto, a divertirse!


El pater

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El pater siempre tiene tiempo para jugar aunque tenga dos revistas por terminar para anteayer y no haya pegado ojo en dos noches, y se tira al suelo a tomar el té con la pelirroja, la Barbie y la Nenuco peinados y mantiene surrealistas conversaciones sobre bailes y princesas y la pelirroja echa la cabeza hacia atrás y ríe como sólo ríe con él.

El pater nunca pierde la paciencia y es capaz de contarle tres veces seguidas el mismo cuento y probarle tres modelos diferentes de ropa hasta que la nena está satisfecha, aunque sea un horror de conjunto, que me tapan con el abrigo para que no me dé cuenta y le haga cambiarla, y salen victoriosos por la puerta y los oigo reír cómplices por las escaleras.

El pater conoce todos los parques de columpios del mundo y no le importa pasarse horas del castillo al tobogán y del tobogán al balancín y la sube a hombros de camino a casa y cantan canciones de los Cantajuegos y del colegio y de los dibujos animados y la gente les mira y les sonríe.

El pater nunca se queja y es capaz de levantarse tres veces por velada si la nena tiene miedo y acurrucarse con ella en su cama de 80 y maldormir todas las noches que hagan falta con sus bracitos regordetes atrapándole la cara y sus tirabuzones rojos sobre los ojos y duerme mejor que nunca. Y ella también.

El pater siempre está dispuesto para hacer de príncipe de su princesa y bailan el vals y dan vueltas por la casa y se hacen reverencias y a la pelirroja le brillan los ojos de entusiasmo y él la coge y le da mil vueltas y a ella se le caen los tacones y la diadema, pero se ríe y lo abraza y lo llena entero de purpurina plateada y a él no le importa aunque tenga una reunión en media hora.

El pater le presta el móvil y el ordenador y la nueva tableta gráfica, aunque se la llene de gusanitos, y le deja sus comics y le da a escondidas los helados que yo le niego y hace el tren hasta la cama y la deja hacer de pinche en la cocina y la aficiona a la leche condensada y a la miel y comparten bol y cuchara y resfriado y juegan a las cartas de las Monsters y al dominó de Imaginarium y nadie sabe quién lo pasa mejor y se hacen cosquillas y carantoñas y juegan a las luchas ‘pero zólo flojito’ y las carreras y las risas se oyen por toda la casa.

Por eso, no importa que a veces dude si lo estoy haciendo bien como madre porque la pelirroja ya tiene al mejor padre del mundo. Y eso es una suerte...

¡Felicidades papá!

El bautizo

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El domingo pasado fuimos de bautizo o, lo que es lo mismo, de avanzadilla de la guerra de Vietnam porque ir con la pelirroja y la familia a cualquier parte es ganarse un pase directo a la planta de cardiología de Carlos Haya o al ala de desquiciados de la López Ibor, según te pille el día.

La mañana ya empezó con dificultad porque la nena se empeñó en ir vestida de princesa con su descosido traje de H&M o en su defecto con el de Pocahontas o al menos con los tacones de miniprostituta rusa de la tienda Disney –amarillos limón, con plumas y una gigantocorazón de plástico rojo en el empeine- y me costó la vida y dos millones de amenazas que desistiera de su empeño y aceptara el traje de niña bien que le había preparado para la ocasión, pero claro, aquella trifulca cuerpo a cuerpo ya me había dejado mitad exhausta, mitad agresiva nivel tigre de malasia, loca porque el pater volviera a repetir aquello de ‘pero si es una niña, qué más da que vaya en tacones’ para darle un cabezazo a lo Pressing Catch y descargar adrenalina. Pero él lo supo y se apresuró a abrochar las merceditas con el corazón en la boca.

Tras unos accidentados viajes y unos continuos cambios de coche al estilo de los payasos de circo, llegamos a la iglesia y de la iglesia a la celebración, que era en un local en la otra parte del mundo o al menos eso creyó mi padre que nos estuvo dando vueltas por toda la ciudad hasta dar con él, mientras yo soportaba estoicamente sobre mis rodillas una tarta de 7 kilos –que había hecho yo esa mima mañana a escondidas de la pelirroja y sus ansias pasteleras, manga en mano y harina en los ojos- encajada vilmente entre mi gigantobarriga y el salpicadero y dado que tengo una barriga espasmódica a causa de la hiperactividad del cigoto, la tarta iba pegando saltos aunque milagrosamente llegó a su destino casi bien. O al menos, mejor que nosotros, que la lluvia ya había erizado mi pelo nivel Diana Ross y mi traje blanco ya era gris perla y mi cara, ya tenía visos de locura.

Ya os podéis imaginar y si no os lo cuento yo, lo que pueden dar de sí 20 niños enfurecidos pegando saltos entre un parque de bolas y un castillo hinchable que inflaban y desinflaban cada diez segundos dejando atrapados y al borde de la asfixia al pelirrojismo y a otros niños más que, por supuesto, creían que aquello era lo más divertido del mundo mundial.

Dado que no podía darme a la bebida dado mi estado afaletado, agarré una botella de Coca cola Zero y me dediqué a fingir que no era madre y a charlar con mis primos y el pater y la familia y amigos y todo aquel que quisiera dejarse comer el cerebro y he de reconocer que lo pasé la mar de bien, aunque eso sí, bajo la inquisidora mirada de mi madre que de cuando en cuando me gritaba ‘pero coge a la niña, ¿no ves que está cansada?’ mientras la niña saltaba cual canguro puesto de éxtasis en el castillo o ‘pero dale a la niña un sandwich que no ha comido nada’ como si ella no supiera que la niña vomita antes que meterse un trozo de jamón en la boca o ‘ponla a hacer pipí’ o ‘lávale las manos’ o ‘duérmela’ o ‘cámbiale los leotardos’ o ‘llévatela a la casa ya’ y así hasta que habitualmente me dan ganas de sacarme los ojos y lanzarlos contra la pared, pero el domingo como que no, que una ya va acostumbrándose a ciertas cosas y empieza a ver normales según qué torturas.

Y de vez en cuando aparecía la pelirroja, cada vez más destrozada. Con los leotardos para echar a hervir -que de tanta mierda que tenían, ya habían creado una suela aislante que le venía estupendamente bien para moverse con soltura entre el gentío-, la gomilla con lazo convertido sólo en gomilla, colgante a ras de la oreja y enganchada con el pendiente, con la cara a punto de explotar de un fucsia flúor intenso… Y todo cada vez peor. Que cada vez que volvía a la mesa entre carreras y fobias y filias con los otros niños aparecía más destrozada, como un borracho deteriorándose a lo largo de la noche, a cada momento con más cara de loca, con los pelos más apunsetados, las manos llenas de inmundicia y los ojos desencajados de beberse todos los restos de Coca Cola que iba encontrando a su paso y que dada su risa nerviosa debieron de ser muchos.

Sin embargo, llegó a casa exhausta, dándonos el tiempo justo de ducharla, darle de comer y ponerle el pijama antes de quedarse frita. Bueno y también le dio tiempo a inundar el cuarto de baño, pero ésa ya es otra historia.

Cinco efectos del embarazo

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1.- Gigantobarriga. Sí, todos pensaréis que es una obviedad porque creeréis que me refiero a una barriga de embarazada al uso, pero no. Me refiero a la mía. A una barriga de dimensiones estratosféricas que no me cabe en ningún sitio, que está aupada y empinada como la de un cervecero empedernido, que no me deja espacio para los órganos vitales –de ahí mi muerte paulatina y en silencio-  y que golpea a la gente en autobuses y aglomeraciones variadas dada mi inconsciencia sobre su tamaño, que muta cada cinco segundos y que me hace mancharme hasta cuando bebo agua como un niño de dos años y me obliga a ir por la vida con más lamparones que el señor Barragán.

2.- Cansancio extremo. No puedo ver nada en la televisión porque es dormir al pelirrojismo y caer en muerte por agotamiento y aunque me resista para fingir que soy joven y vital, acabo dando cabezadas cual anciana y me despierto sin saber en qué día vivo y tan o más cansada que antes. Exijo un Red Bull para embarazadas o en su defecto vivir tumbada estos diez meses como aquella mujer de la telenovela Caballo Viejo que paseaban por el pueblo en una cama de forja. Eso quiero.

3.- Agresividad. Con la pelirroja no me pasaba, pero ahora tengo las hormonas cargadas de violencia callejera –cuando no de tristeza infinita- y gracias a Dios que estoy muy cansada para pelear que si no, ya me hubieran detenido por escándalo público.

4.- Cara de indio ensanchada. Tengo la cara tan hinchada que siempre y a cualquier hora parece que me acabo de levantar y que aún no me he lavado ni los ojos, con una cara de torta que hasta me cuesta sonreír como con una sobredosis de bótox. Vamos, una mezcla del indio de Polttergeist y Carmen Lomana.

5.-  Arqueamiento de espalda. Si la tuviera un poco más arqueada iría por la calle haciendo el pino puente y rozándome la nuca con el trasero. Sobra decir lo que me molesta la espalda –normal, que para eso tiene que tirar de la gigantobarriga- y que tengo los riñones aterrorizados y aplastaditos a pique de un repique de salírseme por detrás. Para el Circo del Sol, vamos.

Terror semanasantero

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La Semana Santa ya está aquí, a la vuelta de la esquina, y ya vivo sin vivir en mí de desasosiego. Y no es que deteste la Semana Santa, es que detesto vivir en el Centro y verme atrapada por tronos de tres mil kilos, nazarenos encapuchados, bandas inaccesibles al desaliento golpeando con ferocidad bombos del tamaño de mi salón, bombas de gas de incienso que enturbian los ojos y la mente, y ríos de gente, itinerario en mano, que invaden las calles sin compasión ni agotamiento desde primeras horas de la tarde y hasta la madrugada, para desconsuelo de mi persona y mi creciente claustrofobia callejera.

Hasta ahora había huido de la ciudad en estas fechas, cambiándole la casa a mi hermana que es una ferviente seguidora de la Semana Santa, pero este año ella no tiene casa en Marbella –junto a la playa y el paraíso- y me toca castigo semanasantero, viéndome obligada a vivirla en primera fila del infierno.

Y lo peor de todo, es que mi familia es fan muy fan y ya está acosándome y haciéndome planes variados sobre cómo, cuándo y dónde ver las procesiones y para más inri tienen hasta sillas alquiladas –con la única idea de que no pueda usar el cansancio extremo del embarazo como comodín del público- y me persiguen cirio en mano para no dejarme vivir.

Y es que lo malo no es ir a ver el desfile de tronos y nazarenos, es que hay como quinientas personas por metro cuadrado, hacinadas con un limón, una manzana de caramelo o un tambor de juguete, a elegir, y una ha de echar una solicitud para poder moverse cinco metros sin que se la lleve la corriente mientras una señorona te mete los pelillos del visón por los ojos, un niño te taladra el oído con una trompeta de plástico que suena como un elefante pariendo y un señor te pone los ojos fucsia y la alergia desbocada del humo de su puro pestilente. Eso es vida.

Y si esto ya es horrible yendo una con su cuerpo serrano, hacerlo con el pelirrojismo que es ‘fan fatal’ de los tronos, tiene que ser un auténtico calvario porque entre que una es asustona y la tatúa hasta destrás de la oreja –como Damián- con el número de móvil de la menda y no le suelta la mano y no le quita los ojos enrojecidos del puro y el incienso y la hipertensión de encima, la nena es dada al despiste y al porculeo y sólo de imaginármelo hiperventilo de mala manera.

Pero lo peor de todo es la vuelta a casa, que como digo, vivimos en el epicentro del fervor y estamos rodeados de recorrido oficial, de pasos oficiales por los que tardas media hora en pasar en los mejores casos, y gente enfurecida que se vuelve muy loca para dejarte paso, en los peores, jugándote la integridad física y las ganas de vivir. Yo estoy por pedirle al alcalde que monte unas tirolinas para los residentes y así al menos podamos llegar a casa a dormir, aunque sea a lo tarzán y jugándonos los dientes…

Así que malvivo los últimos instantes presemansanteros, mientras mi madre, mi hermana, mi suegra, mis amigos, el pater, la pelirroja, mis tías, mis primos y el señor del bar de la esquina me hacen planes y más planes para ‘disfrutar’ de esta semana, cuando yo lo único que quiero es esconderme tras la cortina del dormitorio –que por cierto se me ha encogido en la lavadora- y llorar desconsoladamente hasta que todo termine, aunque entre la gigantobarriga y los pies que me asoman por debajo, fijo que me pillan.

Madre sí hay más que una. 45.- La madre sufridora

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La madre sufridora tiene vocación de mártir y no deja que nadie salvo ella se levante las 23 veces por noche que precisan sus retoños aunque se le vuelvan los ojos del revés y envejezca 5 años en tres semanas, y se empeña en darle el pecho a sus hijos, aunque sean trillizos y ella tenga una mastitis que dé miedo de sólo mirarla, que ser madre es muy duro y a madre no la gana nadie.

La madre sufridora apunta al niño al colegio que considera mejor aunque le pille a media hora de la casa y no tenga bus escolar ni coche ni ganas de vivir, y cada mañana tenga que levantarse a la amanecía para empujar el carrito y posteriormente los culos de los niños hasta el centro escolar, en Gambia.

La madre sufridora nunca se compra ropa y es habitual verla con modelos de principios de los 90 que le dan a una ganas de arrancarse los ojos de tristeza infinita, pero no duda en gastarse un pastón cada temporada en conjuntitos completos y carísimos para sus niños, que van hechos monerías y parecen los hijos de la prima rica, que ella pasea por tres euros al mes.

La madre sufridora tampoco va a la peluquería ni usa cremas y no va a ningún sitio sin sus bestias pardas por lo que sus amigas huyen de sus planes torpedos que siempre incluyen comida en el Mc Donalds y, como mucho, una película de dibujos animados de ésas que incluyen bailes y canciones chillonas.

Cuando el padre de las criaturas la apunta al gimnasio, ella cambia el bono a uno familiar y se va con sus retoños a clases de natación sincronizada a lucir en conjunto el gorro 'arráncamelapocadignidadquemequeda' y a multideporte para sudar la gota gorda detrás de los prepúberes, y si le sorprende con una cena romántica, ella cambia la reserva al mediodía y apunta a la prole para poder estar todos juntos lanzándose colines a la cara y haciendo carreras a cuatro patas por debajo de las mesas, para desasosiego del marido y de los otros comensales, que en secreto planean cómo atravesarse la yugular con el tenedor de la carne.

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Y repetimos:
Cada lunes, un nuevo modelo de madre en ‘Madre sí hay más que una’. Entendemos que son tipos muy puristas y que más de una podéis picar de varios a la vez, pero de cualquier manera, hagamos autocrítica y encasillémonos, será divertido!! Los que no seáis madres podéis encasillar a las vuestras, a vuestras hermanas, a vuestras amigas o a vuestras mujeres… que todo sea crítiqueo y algarabía. Eso sí, que conste que desde ‘Hija no hay más que una’ no queremos juzgar a ningún prototipo de madre, o no mucho al menos, así que, por favor, que nadie se ofenda que nos va a tocar a todas… pero entretanto, a divertirse!

Quejas de una embarazada. Tengo un cigoto gigante

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Ya decía yo que esta barriga que tengo, que deja a la de Falete al borde de la anorexia, no debía de ser normal, que ya no hay vestido que la logre cubrir sin ceñirla, ni ojos que no la miren esperando que les cuente que paro esta tarde mismito, justo después de comer, aunque en realidad aún me queden tres largos meses de infierno gestacional y de aguantar esta especie de caparazón XXL que me deja sin respiración al tumbarme.

Pues eso, que mi barriga es grande, más si cabe que la que tuve mientras engendraba a la pelirroja, cuando ya me decían aquello de si traía gemelos –que bueno, el hecho de que la niña ahora dé guerra como si fueran dos, igual quiere decir algo-, pero una tenía esperanzas de que aquello se debía a la obsesión de mi cuerpo serrano y maligno de ir acumulando calorías de aquí y de allá y de almacenarlas sin mi supervisión por si acaso hay un Apocalipsis cerca y me toca sobrevivir de reservas alojadas en las caderas, pero no. No todo al menos.

Al parecer el cigoto es gigante y cuando digo gigante digo más gigante que la pelirroja, que ya pesó sus 4,1 kilos al nacer y que parecía un recién nacido de ésos de las películas de Antena 3 que en realidad tienen cuatro meses y tres pares de muelas. Cigoto es aún más grande y a mis 27 semanas o 28 según le haga caso al ginecólogo o al ecógrafo, el caballero tiene medidas de 30 y pico largo y pesa unos 1,5 kilos. Casi nada.

Mi ginecólogo se ha quedado espantado el pobre ante tales dimensiones y más aún al comprobar que tengo la glucosa bajita, bajita o sea que no es por culpa de ninguna diabetes gestacional ni nada de eso, sino que el señorito viene dispuesto a destrozarme las vértebras y a seguir los pasos de los tíos del pater que alcanzan el 1,90 o las de mi padre o mi abuelo que superaban el 1,85.

Así que me he comprometido a no comer ni un gramo de chocolate y a caminar como una peregrina día sí y día también a ver si puedo contribuir a que cigoto no siga creciendo exponencialmente y acabe abriéndome la barriga de un estallido un día de estos, aunque ya me ha dicho mi ginecólogo que poco puedo hacer por frenar este afán de cigoto de convertirse en Gulliver. Que a ver, que yo encantada de que sea alto y fuerte, un ‘mossuelo’ de buen ver, pero mejor fuera de mi útero, gracias.

Aunque por otro lado, no lo culpo, que igual el hermanísimo ha visto a la pelirroja cuando pega el ojo a través del ombligo y se ha acojonado y ahora está como loco jalándose todo lo que pilla por mis entrañas para ver si gana fuerzas y puede enfrentarse a la bestia parda que le canta nanas desafinadas y a voz en grito desde el otro lado de la barriga. Pobre chiquillo. No le culpo.

NOTA: Pues sí, amores míos, en 'Hija no hay más que una' estamos lampones porque nos metan publicidad, de ahí la aparición de la columna de la derecha donde espero que entren muchas marcas a apoyarnos... Sea así o no, el blog seguirá como hasta ahora, sin cambio alguno sobre el horizonte, aunque si alguien quiere rasgarse las vestiduras por mi interés en ganar unos eurillos con el que financiarme unas copillas para cuando me despreñe, puede empezar a hacerlo... Que no se diga que aquí no apoyamos el melodrama!! Jajajja... Besos mil!! Y gracias por estar ahí porque si las marcas se interesan por nosotros es por vosotros!!! Gracias!!!

Fervor pelirrojo

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Tal y como ya predije hace unos días, la Semana Santa ha llegado a nuestras vidas como un huracán de malignidad, arrasando con la poca tranquilidad que nos quedaba en casa –que vale que era poca, pero algo nos quedaba- y dejándonos al borde del shock multiorgánico a ritmo de cornetas y tambores.

Como también predije, traté de zafarme de toda cita social que incluyera olor a incienso, tronos con arbotantes, nazarenos con cirio en mano y empujones en las calles nivel San Fermines pero sin toros, pero como también predije tengo la capacidad de enfrentamiento familiar bajo mínimos, la credibilidad nivel Sonia Monroy y el cansancio extremo habitual en mí, que poco favor me hacen frente a la manipulación profesional de la familia, sobre todo de mi madre, que se maneja como nadie en estas situaciones y en pocos minutos acaba haciéndome entrar por el aro y que encima acabe creyendo que todo ha sido idea mía…

Así que desde que sonaron los primeros acordes de la banda de nosedónde de la Pollinica, que es la cofradía que abre la Semana Santa malagueña, vivo sin vivir en mí en un continuo ir y venir de procesiones, tirando de barrigón XXL y de pelirrojismo enfervorizado que aplaude sin descanso y vitorea a vírgenes y cristos y hasta al tipo que vende los algodones de azúcar, mitad hiperactiva y mitad agotada, mientras yo me arrastro a su lado como un zombie de Walking Dead con cansancio crónico y trato de seguir el ritmo familiar, nivel Bolt.

Y lo peor ya no es pasarse horas de pie en una esquina –porque ya os he dicho que tenemos sillas alquiladas, pero al parecer eso no mola, lo que mola es tirarse a las calles a buscar ‘rincones con encanto’ mientras una docena de vértebras me crujen al unísono- ni tampoco son lo peor los pitidos en los oídos que te quedan cuando tienes al tipo del bombo o de la tuba desfogándose a gusto junto a tu oído bueno mientras tú repasas la tabla del 6, ni las amenazas de muerte por aplastamiento de la mano de cualquier trono extragrande que te deja pegada a un semáforo fundiéndote con él como no lo harías ni con Ryan Gosling en una noche de pasión, ni el incienso penetrándote la mente dejándote medio drogada como una tocapiés trastornada, ni las avalanchas humanas que tratan de cruzar siempre justo delante de ti y se llevan a la pelirroja en volandas y te dejan al borde del infarto y del parto natural prematuro a base de empujones en la bartola, ni el tambor o la trompeta que se compró la nena y cuyos alaridos se suman a la contaminación acústica del entorno hostil en el que nos hallamos, ni siquiera es lo peor la vuelta a casa entre ríos de gente muy loca –que nadie sabe por qué, pero la gente se vuelve muy loca en estas fechas- ni que tardes una hora en recorrer quince metros, lo peor es que a la pelirroja le parece lo más de lo más, un sueño hecho realidad y no le importa tener veinte culos delante y no ver más que el palio de la Virgen, ni que le empujen hasta teletransportarla a la otra esquina, ella aplaude enfervorizada nivel talibán suicida, aunque sea frente a una pared, y aplaude y vitorea y grita excitada y cuando termina una procesión, pregunta por la siguiente y luego la siguiente y luego la otra y así hasta que está tan cansada que entra en trance y llega a casa dando bandazos en zigzag como un borracho de feria, riéndose con risa floja y dando palmas y vueltas sobre sí misma y tirando besos y gritando ‘vilgen guapaaa’ con las manos en alto, como una iluminada, mientras se pega dos o tres cabezazos contra la misma pared del salón.

Y sólo estamos a miércoles.

Madre sí hay más que una. 45.- La madre 'esquivona'

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La madre ‘esquivona’ adora a su prole, pero no tanto las duras tareas que supone la crianza y que la dejan al borde del coma cada día, de ahí que haya desarrollado un par de trucos para escapar ilesa y pasarle el marrón al pater, a la abuela o al vecino del quinto que pasaba por allí a pedir azúcar.

La madre ‘esquivona’ asegura que sus cocidos vegetales no le salen del todo buenos –aunque huelan como los de Arzak- y que a los chiquillos no le convencen –aunque relaman el plato como perros hambrientos- así que las abuelas, emocionadas ante la idea de cocinar mejor, se ofrecen a codazos para cocinarle durante toda la semana a sus nietos, mientras la madre ‘esquivona’ se libra de las arcadas que le dan al limpiar el pollo.

La madre ‘esquivona’ no lleva a los niños al colegio porque le cuesta mucho separarse de ellos a la entrada y los chiquillos lo notan y sufren, así que manda al pater, que está más ducho en estas cuestiones, mientras ella se vuelve a la cama a dar la última cabezada o se pega una ducha de media hora cantando lo último de Lady Gaga y desarrollando estrategias para futuras situaciones comprometidas.

A la madre ‘esquivona’ le cuesta despertarse en la noche cuando el nene pega voces nivel tertulia de Telecinco desde su cuarto, reclamando agua o advirtiendo de la presencia de monstruos, pero claro es que ella que ha estado luchando todo el día cae como una bendita, roncando y todo y no se entera, hasta que el pater se levanta a solucionar el asunto y ella deja de apretar mucho los ojos y sonríe maliciosamente bajo el calor de las mantas.

Cuando queda con sus amigas, la madre ‘esquivona’ espera cual ave rapaz a que alguna lleve a sus hijos al baño, para lanzar a la suya detrás para que haga lo propio y librarse de tener que ir ella dentro de quince minutos y su ‘ya que vas, llévetela’ se ha hecho famoso entre su pandilla, que también saben que justo en el momento en el que toca calentar los potitos en el restaurante o cortar los filetes o limpiar mocos y cuadrar al personal, ella siempre está ocupadísima, probando el vino o manteniendo una importantísima conversación con sus amigas sobre el último expulsado de Gran Hermano y claro estaría feísimo dejarlas con la palabra en la boca, que si fuera por ella… así que le hace un gesto al pater o a la amiga ‘madre entregada’ que todos tenemos o al mismísimo camarero de las bebidas para que sea él el quien solucione el cotarro.

(Nivel de identificación personal con la madre 'esquivona' 6 sobre 10)

Y repetimos:
Cada lunes, un nuevo modelo de madre en ‘Madre sí hay más que una’. Entendemos que son tipos muy puristas y que más de una podéis picar de varios a la vez, pero de cualquier manera, hagamos autocrítica y encasillémonos, será divertido!! Los que no seáis madres podéis encasillar a las vuestras, a vuestras hermanas, a vuestras amigas o a vuestras mujeres… que todo sea crítiqueo y algarabía. Eso sí, que conste que desde ‘Hija no hay más que una’ no queremos juzgar a ningún prototipo de madre, o no mucho al menos, así que, por favor, que nadie se ofenda que nos va a tocar a todas… pero entretanto, a divertirse!

Coqueteo sin fin

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De pequeña, la pelirroja no era una niña agradable, más bien todo lo contrario y cada vez que alguien osaba mirarla, arrancaba a llorar cual poseída entrando en un bucle de gritos e hipidos para tormento mío y espanto de aquellos pobres transeúntes que sólo querían hacerle una carantoña y se encontraban con un gremlin duchado e infectado con la rabia.

Con los años la cosa mejoró sustancialmente y si bien no se iba con cualquiera y dejando claro sus preferencias por según qué personas y sobre todo por las del género masculino –que la niña me va a buscar la ruina antes de la adolescencia-, hacía su ya mítica caída de ojos o su sonrisa bobalicona logrando que la gente cayera rendida a sus pies y por ende a sus deseos, pero siempre desde la distancia, que mi niña es muy diva para estas cosas.

Sin embargo, de un tiempo a esta parte, la nena está totalmente entregada a todo aquel que le ría las gracias, le dé regalos o que le diga lo guapa que es, que mi niña tonta lo que se dice tonta no es, lo que a mí, cual madre hipocondríaca y paranoica me aterra ante la posibilidad de que un día venga el hombre del saco a llevársela y la niña no sólo le haga su estudiada caída de pestañas sino que le pida que la lleve a hombros para ‘podel velo todo’.

Y es que esta Semana Santa, que como bien sabéis me ha tocado ‘disfrutarla’ como penitencia, la nena se ha ido buscando la vida para sobrevivir o para disfrutar más de las procesiones, la cuestión es que la pelirroja le echaba los brazos a todo aquel que se los ofreciera para poder ver los tronos e igual le daba que fuese alguien conocido que una señora recién llegada de Madrid que tuvo a bien dejarse tres vértebras levantando los 22 kilos de pelirrojismo durante una procesión entera, tiempo en el que la osteoporosis le avanzó, al menos, tres grados.

Otro día, aprovechando que una niña se levantó de su taburete para recoger cera, se acopló con toda la cara en su asiento para mi vergüenza y para gracia de la madre, que decidió adoptarla durante cerca de una hora, dándole chuches y arreglándole el tambor sin hacerle caso a su propia hija y la pelirroja le correspondía echándole la cabeza en el brazo como si aquel amor viniera de tiempo atrás. Por más que lo intenté, sólo logré que me la devolvieran cuando terminó la comitiva, justo antes de que la hermana postiza acabara partiéndole los dientes por sustracción maternal.

Pero el colmo de los colmos fue en una tercera ocasión, cuando una pareja que había a nuestro lado mientras esperábamos al Cristo de Mena, empezó a hacerle carantoñas y la niña que jugaba con los primos, decidió abandonarlos por dejarse querer por los desconocidos, que la levantaban en brazos y le decían lo guapa que era y ella sonreía y movía los tirabuzones y coqueteaba hasta términos insospechados mientras mi hermana, mi amiga Isa y yo no sabíamos si partirnos de risa o morirnos de vergüenza ante el descaro absoluto de la pelirroja que se ve que empieza a ser consciente de la atracción que despiertan sus rizos y no piensa dejar de aprovecharse de ello o quién sabe, igual la chiquilla tiene un motivo y lo que está es buscándose una familia alternativa por si esto del hermanito le sale rana y acaba perdiendo su supremacía en esta casa de locos.

El cambio de hora

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Detesto el cambio de hora. No lo tolero. Y punto. Lo odio porque nunca me aclaro si dormimos una hora más o menos y entro en bucle de torpeza en plan ‘cuando sean las dos son las tres, entonces cuando sean las ocho son las nueve… ¿o era al revés?’ y así hasta que me entra dolor de cabeza nivel ‘voy a hacerme la interesante y recordar el orden sucesorio de los Austria’, como si me importara… o como si lo supiera.

Lo maldigo también por las absurdas y confusas conversaciones sobre las horas de sol que ganamos o perdemos y que hacen que la gente se enfrasque en discusiones sin fin sobre ahorro energético y otras cosas importantes, no digo yo que no, pero muy aburridas…

Y luego está mi madre que se pasa un mes entero haciendo alusiones al cambio de hora en plan ‘Claro, la niña tiene sueño porque ahora serían las ocho’ ‘¿Cómo vamos a comer ya si ahora sólo sería la una?’ Y así hasta el infinito del estrés porque nunca recuerda que antes de este cambio hubo otro cambio por lo que las cosas estarían más o menos igual que al principio, pero entonces se lo explico y volvemos a entrar en bucle de horas añadidas o perdidas y vuelvo a pensar en los Austria y a tomarme dos espidifenes y a hacerme la muerta al otro lado del teléfono.

Pero fundamentalmente, por lo que más detesto el cambio de hora es por el jaleo que nos supone en casa y la dosis extra de trabajo, como si no tuviéramos ya bastante… Y es que a la nena le afecta una especie de jet lag como si acabara de llegar de Barbados y no hay manera de que haga nada a su hora ni que mantenga una actitud normal, es decir, cualquiera que no le haga parecer un chimpancé de esos adictos a la cocaína que salen en los laboratorios de las películas de Apocalipsis y que dan mucho miedo.

Así por la mañana nos movemos entre dos aguas, la de me levanto a las siete de la mañana con la hiperactividad latiéndome en la cara interna de los huesos y la de no me levanto ni a empujones y cuando me ponen de pie se me quiebran las piernas y me duermo sobre mí misma como Fraga y luego a media mañana me pide comer y a la hora de la comida quiere la leche y a las seis de la tarde quiere dormirse o más bien se duerme entrando en un coma profundo y por la noche no sólo me dice que me duerma yo, sino que entra en estado de histeria absoluta correteando por la casa en braguitas –en ocasiones puestas, en ocasiones colocadas en la cabeza- con los brazos en alto riéndose a carcajadas o cantando dios sabe qué a voz en grito mientras el pater y yo, derrumbados en el sofá pedimos la inyección letal y no puedo evitar recordar aquella mítica frase de mi padre que le decía entre risas a mi madre: ‘Hay que ver ‘la chorrá’ de tontos que estamos criando’. Pues eso mismo.

La granja escuela

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Imagino que es porque eran otros tiempos, pero a mí nunca me llevaron a la granja escuela. Ni siquiera a la fábrica de la Coca Cola o a la de los Donuts, que me consta que sí llevaron a mis primos que eran de mi quinta, en su colegio. En el mío, no. Eso sí, una vez nos llevaron a la fábrica de salchichones de García Agua, fíjate qué cosa más triste, de ahí imagino, mi poca apetencia por el mundo del embutido. Y al final nos daban dos salchichones y una chapa con la cara del cerdo. Muy triste todo. Muy de posguerra. Y sólo soy del 78, que habrá que ver adónde llevaban a mis antecesores...

Pero entonces aquello molaba y una venía con sus dos salchichones como quien traía una Barbie nueva con su gorra encasquetada y su mochila llena de bolas de papel de aluminio después de un día extraescolar, así que imagino que ir a una granja escuela con sus animales y su horno de pan, debía de haber sido lo más.

Sin embargo, ahora que una es viejuna y exquisita, la sola idea de ir a una granja escuela me pone los pelos del punta. Con ese olor a cabra y esos cerdos malhumorados -no sé por qué siempre los ponen de simpáticos porque yo siempre que he visto uno tiene cara de pocos amigos y lanza gruñidos nivel 'vuelve a mirarme cómo me baño en la orina de mi compañero y te arranco la tibia de un mordisco'- esas cacas de caballo tamaño industrial, esa alergia galopante en el ambiente, esos bichos pegajosos... que casi prefiero lo de los salchichones, oiga.

Por eso cuando la pelirroja me dijo que en el cole iban a ir a una granja no supe cómo tomármelo, pero por supuesto la apunté -que para eso no me la devolvían hasta las cuatro y sólo eso bien valían los 20 eurillos- y tras un par de veces de cambio de fechas por la lluvia, ayer llegó el gran día en el que la pelirroja se vería cara a cara con las cabras lecheras.

La niña se fue emocionada después de un chute clandestino y a traición de Biodramina para que no acabara potándole a la compañera de autobús, una cola de caballo y una gorra de Kitty encasquetada hasta los ojos por aquello de darle un aspecto campestre como el que me daba mi madre cuando me llevaban de excursión. 

Y la dejamos en la puerta del cole para que tomara contacto con la naturaleza como Paris Hilton y nos volvimos a casa hasta las cuatro, cuando tocó ir en su busca y recogerla hecha un ocho y roncando dentro del autobús para traerla hasta casa haciendo eses como un borracho de romería, que se ve que el viaje ha sido intenso y duro, lo que sumado a que no ha probado bocado de los macarrones -hecho ante el que he fingido sorpresa de cara a la maestra para que no sospeche nada del menú potitero extreme que nos traemos en casa- ha hecho que la niña volviera como quien vuelve de una semana en Supervivientes.

Con barro -o eso quiero creer- desde los bajos del chándal hasta las ingles, con los tenis llenos de un extraño polvo rojo que no hay narices de hacer desaparecer, con las uñas -que además le han crecido extrañamente hasta nivel Pozi- negras como el tizón que una coge la tuberculosis de sólo mirarlas, con los pelos de anciana loca al estilo Almodóvar de los 80 y un olor a cabra que todavía tengo incrustado en la pituitaria y que no he logrado quitarle de encima ni con tres enjabonamientos.

Eso sí, se ve que lo ha pasado en grande, porque con los ojos como platos y gesticulando como un Moncho Borrajo hiperexcitado me ha contado unas extrañas historias de vacas de lengua larga y conejos 'shiquitillos que ze ezconden todo el rato' y caballos grandes 'para pazear pero con casco ablochado pa no caerze nunca' y 'celdos zuzios y graziozos' y gallinas 'que ze peleaban' no como ella que ha sido buena por lo que me reclama un premio, 'uno glandee', y no sé en qué momento entre el segundo enjabonamiento y una patada de ésas que dejan sin aliento del cigoto y que me hacen perder la razón, le he prometido que le compraríamos una cabra.

Y ahora no me parece tan malo lo de los salchichones.

Quejas de una embarazada. El ombligo

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El ombligo siempre me ha dado pavor. Bueno, no el ombligo en sí, que una es majara pero no tanto, sino tocármelo o que me lo toquen o que se me salga en plan botón o que le pase cualquier cosa rara. 

La culpa, como ocurre en casi todos mis traumas, la tiene mi madre, que cuando era pequeña y mis vecinos se metían lápices como una gracia y hacían como que luchaban a espada, la mamma me amenazaba para que no participara en tales hazañas, advirtiéndome que se me podría deshacer el nudo del ombligo y hacer que todas las tripas se me salieran hacia afuera. No me digáis que no es terrorífico.

Así que mi hermana y yo tenemos ombligo, pero como si no lo tuviéramos, vamos que ni nos lo miramos -ni mucho menos dejamos que nos lo miren- por aquello de que no vaya a ser verdad la historia de mi madre y acabemos destripadas en cualquier esquina, que mi hermana es más normal que yo en lo que a aprensiones se refiere, pero tampoco las tiene todas consigo en este tema. 

Por eso, cuando me embaracé la primera vez, una de mis mayores obsesiones era la de qué iba a pasar con mi ombligo porque había oído casos en los que los ombligos se salían cual botón dispuestos a destriparte en cualquier momento, pero a pesar de la gigantobarriga de entonces, el mío siguió en su sitio, un poco más plano, que todo hay que decirlo, pero en su sitio. Y parí y volvió a su estado original sin destriparme ni nada. La mar de bien.

Sin embargo, en este segundo embarazo me están ocurriendo cosas muy extrañas y es que la barriga de ombligo hacia abajo estaba ligeramente menos desarrollada que la de arriba, que se puso manos a la obra de hincharse para el embarazo en el minuto uno tras el predictor. Yo que soy mucho de pensar y de inventarme cosas, he decidido que esto ocurre porque por aquella parte debo de tener los costurones internos de la cesárea que no dejan que aquello fluya en todo su esplendor ni tan rápido como la parte alta, libre de pespuntes.

Pero claro, ahora que la parte alta ya no da más de sí y si lo diera sería para estallar, la de abajo tiene que empezar a hacer su trabajo y lo hace. Lo hace y es una extrañísima sensación que se centra especialmente en los bajos del ombligo como si el señor cigoto quisiera asomar una pierna por ahí o, lo que es peor, la gigantocabeza. 

El pater, que es un hombre sabio y cuerdo, me dice que es lo normal, que es que la piel está ahora estirándose por ahí, pero yo que estoy muy mal de mío ando sin vivir en mí, mirándome la bartola en el espejo cada día para ver si el ombligo va a deshacerse de tantos empujones o si me va a salir una hernia de ésas de señores barrigones o si voy a tener un ombligo de tapón... y sólo de pensarlo hiperventilo.

Por el momento, la cosa va bien, la barriga del sur ya está tomando posiciones y está casi igualada a la del norte que pierde supremacía a marchas forzadas y en medio, el ombligo hace lo que puede por sobrevivir, aplanándose demasiado para mi gusto, pero soportando estoicamente las envestidas de cigoto que se ve que no tiene consideración alguna con los temores de su madre. A ver si opina igual cuando la mamma le cuente lo del destripamiento...

Zapateando que es gerundio. 'Descubre Pisamonas, tu zapatería infantil'

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Como ya he dicho alguna vez y si no os lo digo ahora, yo soy una fan muy fan de la moda y sobre todo de los complementos: collares, pulseras, pañuelos y bolsos, muchos bolsos, que son para mí lo más de lo más. Sin embargo, en el tema de los zapatos no soy muy Carrie Bradshaw, vamos que me gustan pero lo normal. Imagino que porque no soy de usar tacones –mejor en bajo y estilosa que parecer un pato con cuatro tequilas encima-, así que me he convertido en una fan muy fan de zapatos para el pelirrojismo, que me da que sí que va a ser una fetichista del asunto, frita como está con los tacones y las bailarinas y los lazos zapateros…

El problema es que ya sabéis que la nena es de armas tomar y todo lo que puedas comprar sin ella, cómpralo, que siempre habrá tiempo de descambiarlo si la cosa no encaja. De ahí que por recomendación de una amiga conociera Pisamonas, que además de zapatos bonitos tiene unos precios geniales –porque hay que ver lo caros que son los zapatos de los niños, maremía- y lo mejor de todo es que lo puedes comprar por Internet con el relax de la soledad…. Y me gustó. Y de ahí que la tuviera en cuenta entre mis favoritos para colaboraciones variadas, entre ellas, el supersorteo de cumpleaños.

Así que hoy tocan presentaciones oficiales para que podáis saber más sobre ellos y sus productos –de fabricación nacional, cosa que en estos tiempos mola y mucho- y echar un ojillo por su web para cotillear.

Os cuento: Pisamonas nació en 2012 con la ilusión de una joven empresa y las ideas muy claras: vender los zapatos de la mayor calidad al mejor precio, una apuesta segura de éxito, y para ello cuentan con un amplio catálogo pero basado en los modelos de siempre, en los que al final todas queremos para nuestra prole, que todas sabemos que hay zapatos remonísimos de la muerte que a los dos días hay que abandonarlos a su suerte en un rincón del armario si no queremos que la nena acabe andando sobre sus muñones como la protagonista del terrorífico cuento de las ‘zapatillas rojas’.

Pues eso, que todo lo que tienen es cómodo y de calidad como le gusta a toda señora de bien y tienen tienda en Madrid con un amplio horario de apertura –abren hasta algunos domingos- y lo mejor de todo es que venden por Internet con toda la comodidad y las garantías del mundo y hace posible las devoluciones de forma completamente gratuita para eliminar cualquier duda viejuna que tuvieras con esto de comprar por la red. ¿Se puede pedir más?

Yo desde luego me pienso pedir las zapatillas mocasines para cigoto, que vivo sin vivir en mí desde que las vi. Va a ser un pequeño señor. Que no se diga que no tenemos clase en esta casa…

Pues eso. Si queréis conocer más sobre pisamonas, podéis pasaros a conocer su web:
http://www.pisamonas.es/

Y no os perdáis el vídeo 'Descubre Pisamonas, tu Zapatería Infantil', un vídeo de 2 minutos donde los pequeños clientes son los protagonistas... una monada!! http://www.youtube.com/Pisamonas

Madre sí hay más que una. 46.- La madre expatriada

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La madre expatriada fue algún día la más moderna de sus amigas que se buscó un trabajo fuera de sus fronteras para conocer mundo y empezar una vida llena de aventuras. El problema vino de la mano del primer bebé y de la maternidad sin descanso a la que se vio sometida desde el minuto uno.

Y es que la madre expatriada es madre a tiempo completo, más que por amor hacia su prole por pura necesidad ya que aparte del pater no tiene a nadie con quien dejar a la nena y poder escaparse a ver la última película de cine independiente iraní y fingir que está súper interesada mientras da cabezadas sobre las palomitas.

La madre expatriada no sólo ha de luchar contra la maternidad sino también contra el cambio de costumbres de la crianza de un país a otro, mientras la abuela de las criaturas le reprende día sí y día también porque el niño no come lentejas y entra al colegio a las siete.

La madre expatriada no sólo echa de menos su libertad de antaño de cuando era no madre y su única preocupación era si la minifalda era lo suficientemente corta, sino también pequeños detalles de su tierra, que aunque eran un peñazo, ahora desde la distancia y el aislamiento suenan a gloria, de ahí que su prole conozca todos los detalles del folclore y la gastronomía y las costumbres y hasta el color de los ojos de la Virgen de Guadalupe del pueblo con tal de que el niño no olvide de dónde viene, que en estas tierras modernas ni hay tradiciones ni costumbres ni perro muerto.

La madre expatriada mira con recelo a las madres autóctonas que hacen cosas muy raras y espera con ansiedad las vacaciones para bajar a su tierra y endosarle los niños a la abuela para poder dar rienda suelta al amor por su ciudad y por los bares de su ciudad, sin embargo, las abuelas desacostumbradas a estos tratos acaban haciéndoles el gato y reservando mesa para todos. Todos los días.

Los niños de la madre expatriada son trilingües aunque rara vez se les entiende en cualquier idioma porque son capaces de en una misma frase utilizar vocabulario de hasta tres idiomas, lo que deja KO a la familia en cada visita.

La madre expatriada nunca pierde la esperanza de volver a su tierra por lo que todos sus planes tienen como ubicación su ciudad natal aunque el padre de las criaturas sea funcionario finlandés y tenga dos hipotecas contratadas.

(Nivel de identificación personal con la madre expatriada 0 sobre 10)

Y repetimos:
Cada lunes, un nuevo modelo de madre en ‘Madre sí hay más que una’. Entendemos que son tipos muy puristas y que más de una podéis picar de varios a la vez, pero de cualquier manera, hagamos autocrítica y encasillémonos, será divertido!! Los que no seáis madres podéis encasillar a las vuestras, a vuestras hermanas, a vuestras amigas o a vuestras mujeres… que todo sea crítiqueo y algarabía. Eso sí, que conste que desde ‘Hija no hay más que una’ no queremos juzgar a ningún prototipo de madre, o no mucho al menos, así que, por favor, que nadie se ofenda que nos va a tocar a todas… pero entretanto, a divertirse!


Los gusanos de seda o cómo convertirte en tu madre

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Una se va haciendo viejuna sin darse mucha cuenta, es más, creyendo que sigue siendo una quinceañera pero en sabia, como imagino que se creerá la pobre Ana Obregón y sus triquinis cegadores, y no es hasta que empiezan a gustarte los pimientos o el salmón o el vino o el caviar o el roquefort o las terrazas animadas frente a las discotecas o los colores nude frente al negro o cualquier cosa de la que antes hubieras renegado, cuando no empiezas a ver la luz de tu viejunismo –o segunda juventud para los más sensibles- sobre todo si estas nuevas apetencias vienen acompañadas por un claro rechazo hacia otras cuestiones que antes te parecían lo más de más y no sabes en qué momento dejaron de gustarte. Muy dramático todo.

Bueno pues eso es un poco lo que a mí me pasa con los gusanos de seda. Que sí, de dicho así puede parecer una cosa muy raruna y superflua, máxima cuando hemos estado hablando de vino y roquefort y tonos nude, que son cosas muy importantísimas, sobre todo el vino y más ahora que el embarazo me tiene relegada a la abstemia forzosa… pero es que cuando yo era pequeña era fan muy fan de los gusanos de seda, tan graciosos, tan monos, tan suaves y blanditos, con esas minipatitas que se te quedaban pegadas al dedo y ese olor tan peculiar –que por cierto es el mismo que tienen las tiendas de Woman Secret, esto es un dato, ahí lo dejo- y encima tenían su metamorfosis y todo, ahí delante de tus ojos, en una caja de cartón que tu padre había agujereado mientras tú esperabas ansiosa para meter a los bichos dentro.

Mi madre que siempre ha detestado a los animales que no fuéramos su familia –eso sí, todos le dan mucha pena, que a la perra de mi tía Mrai Carmen la tiene gorda como un sollo y le compra chocolate Milka y jamón cocido sin fosfatos del Corte Inglés y se lo da a escondidas, de ahí que a la criatura se le vuelvan los ojos de alegría cuando la ve-, pero nada de tener bichos en casa…

Y yo desde que tuve uso de razón lampaba por un perro o por un gato o por una tortuga o por cualquier cosa que se moviera y que yo pudiera achuchar a pesar de mi alergia galopante y aunque mi padre era fiel aliado en estos asuntos, mi madre nos cuadraba a todos y no había tutía. Por eso no me extrañó que el día en que mi padre me compró unos pocos gusanos de seda, la mar de bonitos, en un rastro, la mamma entrara en bucle de locura sin fin, obligando a los pobres inquilinos a alojarse en casa de mi abuela Carmen y a mí a criarlos en la distancia como una madre biológica con régimen abierto de visitas.

Pero yo era feliz con mis nuevas mascotas y mis primos y yo nos las poníamos en la cara para que nos anduvieran por los mofletes y por el cuello y los poníamos a hacer carreras por el pasillo y luego cuando llegaba la hora de ‘encapullarse’ los mirábamos atentamente –aunque mi primo Nacho siempre quería abrir los capullos, destriparlos y ver qué había dentro, pero manteníamos a raya su psicopatía infantil- a la espera de que salieran las famosas mariposas de colores, que al final no eran mariposas sino polillas gigantes y asquerosas que nos daban mucho miedo y mucho asco y que al final provocaban que nadie quisiera abrir la caja de los agujeros y que mi abuela se deshiciera de ellas llegadas a este punto a saber dónde.

La verdad es que no sé cuántas cajas llegamos a tener, pero sí que lo pasábamos en grande hasta que mi abuela que era la versión extreme de la mamma en lo referente a hacer lo que creyera oportuno bajo el eterno ‘anda yaaaa, si eso no pasa nada…’ les dio de comer hojas de lechuga y los gusanos se pusieron gordos, gordos y tras unos días de espera frente a la caja, murieron reventados, para trauma general y fin de la crianza gusanera y de mi experiencia con el mundo animal.

Y todo esto viene al caso porque el otro día escuché al pater decirle a la pelirroja que le iba a comprar gusanos de seda y mientras la niña daba saltos de alegría y planeaban el asunto, yo salí de la ducha como alma que lleva el diablo, a punto de partirme el parietal externo contra el bidé, chorreando como una aparición de película japonesa, con los ojos desorbitados y con cara de estar gestando una crisis nerviosa de esas que acaban con un tipa en camisón y con un rifle por la ciudad y mostré mi tajante negativa al respecto. ‘Aquí no entraaaaaan bichoooos’ vociferé con voz gutural de ésas tipo Satanás, retorciéndome de asco de pensar en esas lombrices blancas.

Y me volví al baño para verme reflejada en el espejo con la misma cara de guardia civilde la mamma. Y me dio un ataque de risa. Pues eso. Que no somos nadie.

Ilusiones del post embarazo

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Como dice mi cuñada Inma, lo mejor del segundo embarazo es que una sabe que va a ser el último –o al menos confía en ello- como quien pasa la varicela y sabe que por mucho que pique aquello y por mucha fiebre que trate de acabar con su vida, una vez que termine el tormento y siempre y cuando sobreviva, ya estará inmunizada y a no ser que vengan unos alienígenas con una cepa nueva, una ya estará libre de volver a pillarla para el resto de sus días. Y eso, quiera que no, ayuda a sobrellevarlo con cierto ánimo, como cuando bebías de más y vomitabas o te morías de la resaca y decías aquello de ‘ya no voy a beber más en mi vida, lo juro por Dios’… pero de verdad.

Así que ése es el principal consuelo que tengo cuando brindo con zumo de naranja o muero de ardores que me abrasan el esternón o ando cual Falete escocido o no encuentro la postura en ningún sitio y me retuerzo en el sofá con miles de cojines  y subo las piernas y las bajo y me pongo como un indio y me tumbo y me voy a la cama y me cambio de lado 200 veces y cambio al pater de sitio otras 200 y me pongo una almohada entre las piernas y me la quito y me recoloco la espalda y el niño me pega un patadón que me deja sin aliento o me maltrata la cara interna del ombligo y me levanto y vuelven los ardores y el cansancio extremo –que no el sueño- y el barrigón que no deja de crecer y el no poder ponerme casi nada bonito ni beberme tres copas de vino seguidas para amortiguar el dolor de riñones ni comer según qué cosas… Entonces, justo cuando deseo la muerte entre sofocos, ardores, náuseas e incomodidades variadas, me acuerdo de que es la última vez, el último tirón, la última tanda de abdominales… y oiga, la mar de bien que me quedo.

Entonces fantaseo con el postembarazo y aparte de las ganas que tengo de verle la cara a cigoto, que una aunque tenga ganas de fiesta tampoco es tan desnaturalizada, pienso en todas las cosas que voy a hacer y en lo bien que me lo voy a pasar y me invento una agenda apretadísima de actividades y citas sociales. Todo ello, con un tipazo a lo Cindy Crawford en sus buenos tiempos y muchos modelitos fabulosos en el armario –todos los que no me he comprado mientras soy mujer gestante y todo lo que me cabe es tan feo que merece ser destruido en la hoguera- . Y me imagino cenando con mis amigas y bebiendo vino sin una gigantobarriga empujando la mesa y me imagino de escapada con el pater con mi cuerpo y mi agilidad recuperados e incluso en un alarde de buena madre me imagino paseando con la pelirroja y con el cigoto calle arriba y abajo con tranquilidad y sosiego y mucho encaje y mucho chantilly y entonces caigo en que todos esos recuerdos me son familiares, demasiado familiares… tan familiares como que son los mismos que me alimentaban la moral cuando era la pelirroja la que me pateaba los órganos vitales… Y luego, llegó la verdad y los andares de Chiquito tras la cesárea y las noches de maldormir y las prisas y el estrés y las vomitonas de leche y el gigantocarro empujando gente como un kamikaze… y ni rastro de Cindy Crawford ni de glamour copa en mano y me hundo en la miseria.

Pero aún me queda la esperanza de que si no hay dos embarazos iguales tampoco haya dos postembarazos iguales…

Si no, al menos, será el último.

Noches de fiesta y algarabía

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Hace unos días decidimos en casa hacer una performance nocturna de las nuestras, por aquello de que estábamos aburridos y a nosotros lo que nos gusta es vivir al límite de la cordura y del infarto cerebral.

La noche no empezó mal porque la nena se acostó pronto y el pater y yo pudimos fingir ser no padres durante unas horas y ver algo decente en televisión –bueno, en realidad yo me enganché a Gran Hermano, sí, ahora podéis escupirme, y el pater, enemigo acérrimo de la telebasura, se lanzó a leer uno de sus libros tostones de romanos- hasta que la niña empezó a gimotear rarunamente desde el cuarto, primero como una paloma de buen rollo y luego como una gaviota asalvajada de esas que roban bocadillos en los colegios y miden metro y medio.

Tras un par de visitas al cuarto –en realidad 500, que no pude enterarme de si al final había habido o no edredoning, qué vida perra-, la nena mirando al vacío y con la cara de estar muy loca, nos confesó que le dolía un oído y tras un momento de pánico inicial, le inyectamos un chute de ibuprofeno –no sin lucha previa y sanguinaria como siempre ocurre en estos casos- y la cosa se calmó.

Así que con el miedo en el cuerpo y agotada como una bailarina de carretera octogenaria y con lumbago, me fui a la cama junto al pater, que tampoco pasa por su mejor momento tras una neumonía galopante que le ha envejecido 3 años y una pelirroja que no de la tregua, y entramos en un merecido estado de coma terminal.

Así que cuando la niña rompió a gritar a las 3 y pico de la madrugada como si la estuvieran matando, el pater y yo, con los ojitos ‘güertos’ de cansancio mortal y en plan ‘¿qué pasa, quién soy, qué hago aquí?’ nos incorporamos en la cama -como los payasos esos de las cajas sorpresas- con tanto ímpetu que nos metimos un cabezazo que a punto estuvo de causarme un derrame cerebral que la nena ha salido al pater en lo referente al tamaño craneal y que conste que no quiero hacer sangre con el asunto, que si quisiera os diría que me salió un chichón. Con lo feo que está eso a mi edad.

Pero bueno, a lo que vamos, la niña estaba histérica no, lo siguiente y ni Junifen ni paños calientes ni palabras de consuelo del pater con los pelos de la súper abuela y los ojos dormilones de los osos amorosos o mías, que me debatía entre morirme de sueño extremo o de terror absoluto ante los gritos y lágrimas del pelirrojismo al que nunca había visto así. Así que ante la paranoia general que solemos tener en casa, decidimos hacer una visita after hours al Materno, que no se diga que aquí no nos gusta el drama.

Así que emprendimos el peregrinaje a las 4 y pico de la mañana para que una doctora con trece años y cara de ser fan de Justin Bieber nos dijera que la nena tenía otitis para regocijo familiar, nos endiñara un antibiótico de ésos que la niña vomita y nos dejara volver a casa para morir en nuestra propia cama.

Y volvimos a casa y nos acostamos y nos levantamos y nos volvimos a acostar y así un par de veces –la parte del vómito la omito- hasta que decidimos la distribución perfecta: la nena y yo en mi cuarto y el pater en la cama de la nena –otra vez me engañaron si es que el sueño es mi peor enemigo- y entramos en coma, sobre todo yo, que creo que hasta ronqué y ni me importaron las patadas internas de cigoto ni las externas de la pelirroja y todo fue relax hasta las 7 de la mañana, esto es hora y media después, cuando la presunta enferma se despertó con la energía de Pocholo y a pesar de las amenazas, chantajes y sobornos por mi parte –a nivel Tarantino-, acabé a las 7,15 de la mañana viendo Dora la Exploradora en el salón.

Y lo mejor de todo es que la niña no sólo no ha vuelto a quejarse del oído sino que me niega que lo hiciera la noche anterior ni recuerda haber dormido conmigo ni mucho menos la visita clandestina al hospital a las tantas ‘jigonas’ y me mira y se ríe como si me estuviera quedando con ella. Si no fuera porque sé que es una estrategia para librarse del chute de antibióticos, la llevaba al Materno, otra vez.

Jarabes, antibióticos y otros seres malignos

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La gente –y cuando digo la gente en realidad me estoy refiriendo sobre todo a la mamma y a sus ojos inquisitivos acompañados de un ligero movimiento de cabeza de un lado a otro- cree que cuando yo digo que es imposible hacer que la niña se tome los medicamentos, me refiero a que le pongo la jeringa o cucharilla en la boca y ante la negativa de la nena a abrirla –todo esto con las maneras de la Casa Real británica- yo desisto, le doy un beso en la frente y le pido que por favor, en la siguiente toma trate de abrirla y todo con una música celestial sonando de fondo, mientras cuatro querubines flotan por el salón.

Pues mire usted, no. Cuando yo digo que es imposible hacer que la nena se tome los medicamentos, me refiero a que es imposible. A que tras los dos intentos por las buenas, yo me encargo de atraparla con las piernas como un alacrán, placarle los brazos mientras se retuerce como una serpiente de cascabel y entretanto el pater le sujeta la cara con una mano y con la otra le inyecta el chute entre el hueco de los dientes y nos quedamos así con postura de torturadores de Guantánamo hasta que parece que la pelirroja se lo ha tragado y entonces, justo cuando nos creemos vencedores, la nena lo escupe dejando caer un río naranja bajo sus labios y llenándolo todo de principios activos.

También hemos probado a alterar la ecuación inyectándole un chute de agua o de zumo o de fanta al instante para que trague ambas cosas, pero de nada sirve, el caño naranja vuelve a brotar una y otra vez.

Por suerte, la mayoría de los tratamientos se dan tres veces al día por lo que el chute de la noche se lo damos dormida y a traición, que ético no es mucho, pero funciona a la perfección. El problema viene con la toma de la mañana cuando ya está más despierta y nota el olorcillo del mal bajo su nariz y entra en cólera, o la del mediodía que desde que no echa siesta se convierte en una auténtica batalla campal con resultados eternamente negativos.

También, he de decir que estas técnicas de polis malos muy malos y corruptos de series estadounidenses, las venimos alternando con otras acciones más benévolas y menos penadas con cárcel, bien sobornos en plan ‘si te tomas la medicina, te compro una bolsa gigante de chucherías o unos patines o un mono Tití que baile sevillanas’ o bien reforzando su autoestima en plan ‘con lo mayor que eres seguro que te la tomas de un trago, no como Periquito que es un bebé’ o ‘las princesas como tú se la toman rápido, rápido porque son buenas’ o bien directamente amenazando en plan ‘pues como no te la tomes no te voy a poner tu tele o no te voy a comprar las pinturas o no vamos a ir a los columpios’ o las más destructoras ‘pues cuando vean que no te la tomas y que sigues siendo un bebé, no nos van a dar al hermanito porque van a decir que si ya tenemos un bebé en casa para qué queremos otro’… Y así hasta el infinito de la coacción creativa…

Y luego, me llama mi madre para pedir el parte y preguntarme si se ha tomado el jarabe y cuando le digo que no, mientras me quito el antibiótico de las pestañas y barajo qué ansiolítico natural puedo echarme a la boca, noto su mirada fulminante e incrédula a través del teléfono y me dice algo así como ‘¿pero es que no entiendes que se la tiene que tomar?’ y entonces me debato entre volver a explicarle mis métodos mafiosos, grabarle un vídeo del placaje o hacerme la muerta. Y me hago la muerta.

Segunda caja Nonabox!

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Hace unos días me llamó un mensajero para decirme que estaba en la puerta de mi casa con la nueva cajita de Nonabox. Yo que soy muy ansiosa, dejé la compra a medio hacer para salir como alma que lleva el diablo a buscarlo y a hacerme con mi caja, no fuera a ser que se arrepintieran y acabaran llevándosela, con lo faltita que está una de regalos y bonituras.

Así que aquel día nos quedamos sin fruta, pero a cambio, tenemos una nueva caja con muchas cositas que os paso a relatar. Para ser sincera, os diré que me gustó más la del mes pasado, quizá porque las cositas que traía me venían mejor o porque eran más de mi gusto o porque me entristecí porque en mi caja de este mes no venía el pañuelo molón de Peques Guapos que aparecía en la web y con el que cigoto hubiera fardado tanto… Pero bueno, en cualquier caso, sigo creyendo que hice bien en abandonar la frutería por la ya famosa cajita malva, que tantas monadas esconde.



Os cuento lo que traía:


Un babero de Aden+Anais. En realidad es un babero raruno o un pañito para echar la leche, me gusta porque es de muselina, que ya os he dicho que ahora es tendencia y es muy suave aunque para babero lo veo raro porque dadas sus dimensiones puede envolver al cigoto entero. Pero lo usaré porque como sigo es resuave.

Porta chupetes de Hevea. Es de algodón orgánico, estampado en tinta de soja y sin níquel, pero quizá el tono marrón lo hace un poco tristón. No obstante, lo usaré sobre todo porque tiene donde poner el nombre por detrás de cara a la guardería y me parece muy práctico.

Mordedor en forma de mariquita. Una remonada. A cigoto le encantará, siempre y cuando no crea que va con segundas…

Leche hidratante de Laboratorios Babé. Me encanta. Es ligera y suave y no de ésas que parecen que escayolan a los chiquillos. Me la apunto.

Pañales Moltex Premium. Ya sabéis que no puedo probarlos por el momento, sólo le faltaba a la pelirroja volver a usar pañales... Os contaré más cuando nazca cigoto.

Emenea Monodosis de Gynea. Estos son unos sobrecitos, al parecer milagrosos, que quitan las náuseas de las embarazadas. Lástima haberlos descubierto ahora con lo malita que he estado echando la bilis por las cuencas de los ojos. Como imaginareis no puedo saber si funcionan, pero creo que merece la pena probarlos… Yo lo haría. Aunque yo hubiera probado uranio si con eso se me hubieran quitado las náuseas...

Láminas de jabón de Ejove. Qué cosa más cuquísima. Son laminitas de jabón que parecen de papel y que vienen en un estuche minúsculo para poder usar en cualquier lugar con un poco de agua. He de confesar que cuando las vi, creí durante largo rato que se trataba de esas láminas de mentol que vendían para refrescar el aliento… Menos mal que no me dio por comérmelas o al pater le hubiera dado un infarto viéndome echar espuma por la boca…
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