A diferencia del tópico, mis padres no tenían un 600 - la que lo tenía era mi tía Laly y con él nos estrelló una vez a traición contra una farola, pero ésa es otra historia- sino un Renault 6 que era un poco más grande y mucho más feo, como ortopédico, de un color amarillo crema depresión y forrado por dentro con pegatinas y calcomanías de los personajes de los Mosqueperros y SportBilly a medio rascar, que daban un aspecto la mar de decadente, incluso en aquella época.
El coche no era especialmente grande, imagino, pero en él cabía la población de Sri Lanka y dos bandas de cornetas y tambores y si nos apretábamos, podíamos incluir a los primos segundos que venían de acople a la comunión de la prima Susana porque el espacio no era un problema para los coches de antes. Vamos, que hasta que no empezabas a morir por asfixia o a cangrenarle las piernas al que estaba sentado bajo el que estabas sentado tú, no se decidía que allí no cabía nadie más. Y claro, allí ni el Tato se ponía cinturón, total si de allí no podíamos desencajarnos sin hacer fuerza, vamos, que si hubiéramos dado tres vueltas de campana con el coche, hubiéramos acabado todos en la misma posición, incluso bocabajo, lo cual puestos a pensar, tenía algunas ventajas.
Y a la Policía aquello le parecía fantástico. Ya podías llevar a un recién nacido en brazos en el asiento delantero, tirando al arco por la ventana mientras llevabas atrás a la abuela y a los primos haciendo un castell con los pies sacados por la ventanilla, que no te paraban… a no ser que tuvieras cara de etarra, claro.
Los viajes solían ser largos porque imagino que el fin de tener un coche era poder ir a la playa que había a 90 kilómetros aunque hubiera tres mejores más cercanas, pero eso daba igual, si tenías coche tenías que hacer viajes interminables sin dvd portátil ni móvil, con suerte con una radio en la que mi padre nos ponía a Miguel de los Reyes o a Los Brincos… y a volar. Muy duro todo.
Yo siempre he sido de marearme mucho, así que solía ir con la cabeza encajada en la ventana, que no se abría entera sino solo un trozo y de manera vertical por lo que te quedaba la cara encajada entre el bastidor y el cristal y cuando venía un bache, además de perder la virginidad, el cuello te crecía dos centímetros y medio.
El coche de mi padre tenía la tapicería de skay, lo cual era un drama, sobre todo en verano, así que muchas veces poníamos toallas para no quedarnos pegados, como cuando veníamos de la playa, que era parte del ritual de cuando tu madre hacía como que te tapaba con la toalla para cambiarte el bañador y todo el mundo te veía el culo y tú acababas llorando. Entonces, mi padre nos ponía la toalla en el asiento y mi hermana y yo, con los pelos chorreando nos comíamos un Drácula o un Tiburón y nos poníamos hasta las cejas pegajosas.
A veces, cuando no venía mi madre, mi hermana y yo nos matábamos vivas por sentarnos delante y abrir la ventana –que ésa sí que se abría entera- y sentirnos súper maduras a los siete años. Y nunca morimos, fíjese usted, y mire que juraría que ni cinturón llevábamos.
Pero eso no era habitual, no por prudencia, dios libre a los padres de antes, sino porque como el coche siempre iba petado de familiares y espontáneos, tú eras el último mono con derecho a sentarse en el asiento delantero que era como el trono de los siete reinos.
De hecho, tan último mono era una, que en más de una ocasión nos han metido en el maletero, no en plan mafioso con cinta americana en las muñecas, que aquello era una cosa muy normal, que de hecho venían con una tapa que se levantaba precisamente para que la gente pudiera llevar a su hijos allí como si fueran ganado, que aquello era una moda muy en boga como los bigotes o los zuecos de madera.
Recuerdo una vez que mi tía Maricarmen nos llevó a una casa de campo en lo alto del monte, con una carretera que hoy la haría hiperventilar, en su Renault 5 amarillo a siete primos hacinados en la parte de atrás, dos de ellos en el maletero junto a la perra Laika –que era la versión perruna de Fujur-, dando saltos en los baches, pidiendo deseos en los túneles y cantando el ‘árbol de la montaña’ la mar de contentos, hasta que entró un abejorro por la pseudoventana y estuvimos media hora pegándonos guantadas unos a otros como en una batalla campal, saltando del maletero a los asientos de atrás y de los asientos traseros a los delanteros, sin saber de dónde te caían las hostias hasta que la perra empezó a hiperventilar y casi se nos suicida ventana afuera y pasamos un rato la mar de intenso al borde de la muerte hasta que mi primo Javi logró expulsar al abejorro con un paquete de gusanitos Lepitos de un duro. Y allí no hubo dramas ni paradas en estaciones de servicio ni reprimendas. Todos aplaudimos, nos recolocamos con nuestras piernecitas sudorosas pegadas a las de al lado, con nuestros minipantalones ‘rockys’ y nuestras camisetas de Amarras y seguimos cantando ‘Cuando Fernando VII usaba pantalón’ a voz en grito.
No eran malos tiempos.