Que te despierten un domingo a las siete de la mañana con unas braguitas llenas de caca en la cara, es una manera tan buena como cualquier otra de iniciar un día festivo, sobre todo si te gusta vivir al límite y tu última relación con el relax la tuviste en el spa que te regalaste allá por 2009 y desde entonces todo ha sido estrés y contar hasta el 20 para que los vecinos no te denuncien por rebasar la barrera del sonido a base de gritos histéricos.
Así que cuando escuché las voces de la pelirroja como si la estuvieran matando y abrí un ojo y me la encontré a menos de un palmo de mi cara con los ojos desencajados y las braguitas en la mano no me sorprendí tanto como lo hubiera hecho hace unos años, pero cuando me percaté de que estaba desnuda y de que las braguitas estaban manchadas o más bien impregnadas en caca –disculpen ustedes el grafismo- me levanté de un salto más que por preocupación por miedo de que me las estampara en la cara.
Y me encontré el fregado. Al parecer, la niña se había despertado llena de caca y la pobre, imagino que avergonzada, había tratado de limpiarse en el baño, dejando un reguero por toda la casa que no voy a detallaros porque soy buena persona pero que me obligó a andar de rodillas como si fuera en peregrinación a la Virgen de Lourdes con un paquete de toallitas dando refregones a diestro y arcadas a siniestro durante casi media hora infernal.
Como esto nunca nos había pasado, imaginé que a la nena le habría sentado algo mal y se le había descompuesto la barriga con nocturnidad y alevosía, así que tras un baño a la amanecía y una lavadora enmierdada, la senté en el ordenador para que viera a Dora mientras yo me quitaba el olor a diarrea de encima.
Pero apenas me dio tiempo a desnudarme cuando la niña empezó a dar arcadas y a echar la gran vomitona encima del teclado y yo con los ojitos güertos de sueño y liada de mala manera en una toalla de lavabo con medio culete fuera, salí como las locas de la bañera para ver al pater desfilar por el pasillo con cara de haber muerto hace una semana y con el cigoto entonando cantos gregorianos mientras las teclas iban inundándose en vómito, con el mal cuerpo que tengo yo por las mañanas y el asco que me dan a mí las cuestiones escatológicas.
Pero apenas me dio tiempo a desnudarme cuando la niña empezó a dar arcadas y a echar la gran vomitona encima del teclado y yo con los ojitos güertos de sueño y liada de mala manera en una toalla de lavabo con medio culete fuera, salí como las locas de la bañera para ver al pater desfilar por el pasillo con cara de haber muerto hace una semana y con el cigoto entonando cantos gregorianos mientras las teclas iban inundándose en vómito, con el mal cuerpo que tengo yo por las mañanas y el asco que me dan a mí las cuestiones escatológicas.
No había duda, la gastroenteritis nos había dado caza. Y de mala manera.
Y a partir de ahí todo fueron vomitonas. Sobre el sofá, sobre mis calcetines, sobre el carro del hermano, sobre la televisión… y defecaciones sobre nada menos que nueve pantalones en un no parar de escapes, uno de ellos, le cayó directamente al pater en una rodilla y le chorreó hasta la zapatilla hasta que acabó contagiándose y vomitando por bulerías para histeria mía, que me pasé el día frente a la lavadora y el tendedero, repartiendo lingotazos de Aquarius, yogures naturales y mantas limpias y en un no parar de fregonas con Don Limpio y paños con Cristasol para tratar de eliminar el olor a muerte que se había instalado en la casa.
Por suerte, cigoto y yo somos supervivientes. Al menos por el momento. Y estoy pensando en pedir asilo político y abandonar a los débiles. ¿No es ésta la selección natural de la que hablaba Darwin? Pues eso. Tonto el último.