Si hay una época del año que me gusta es la Navidad. Por las luces, por los encuentros, por los regalos y porque la gente está más contenta de lo habitual como si estuvieras en la tienda Disney –donde no hace falta experiencia si sabes sonreír hasta desencajarte la mandíbula y tener ese punto de falta de hervor tan tierno y tan característico-.
Y disfruto haciendo listas, organizando eventos, poniendo el árbol y decorando la casa, todo con parsimonia y relax, con mi música navideña y cuidando el detalle para que todo esté perfecto… Pero claro eso era antes cuando era nomadre o madre de un bebé, que llenaba hasta el techo de bolas doradas como si fuera una sucursal del Corte Inglés, y ponía mis velas y mis estrellitas luminosas… pero ahora claro está, la cosa cambia y cada año va a peor porque tengo a una pelirroja hiperactiva de cuatro años recién estrenados, loca por participar en esta tareas como parte de nuestras nuevas tradiciones navideñas. Y sé que debería decir que es tierno y emotivo, pero qué queréis que os diga, es una de las experiencias más estresantes del año y eso que una le pone ganas y entusiasmo, que me gustaría que a la nena le gustara tanto la Navidad como a mí…
Así que el otro día puse unos villancicos clásicos de Sinatra, Dean Martin y algunos de corales tipo ‘Los chicos del coro’ y preparé el ambiente para que montáramos el árbol en paz y armonía. Pero nada más empezar, llegó el estrés porque al abrir el canapé de la cama, que es donde guardamos todas las cosas de Navidad, la niña se entusiasmó tanto que se me coló dentro para sacar ella las bolas, con el consecuente pavor de que aquella mole se le cayera en la cabeza y quedara sepultada para siempre. Pero no. No de milagro porque vino el pater y nos libró de una muerte segura.
Y antes de recuperarme del estrés, va la niña, que es una choni, y me dice que ‘ezoz zon unoz villancicoz mu raroz’ y entre el pater y ella acabaron seleccionando unos villancicos, yo diría mexicanos, de un grupo infantil al que abofetearía ahora mismo si lo tuviera delante, como si fueran los cantajuegos pero todavía más gritones, cantando el ‘Burrito sabanero’ y otras cosas muy extrañas. Pero protesté y fue peor porque al final, me tocó Raya Real y ya no había donde esconderse.
Y antes de recuperarme del estrés, va la niña, que es una choni, y me dice que ‘ezoz zon unoz villancicoz mu raroz’ y entre el pater y ella acabaron seleccionando unos villancicos, yo diría mexicanos, de un grupo infantil al que abofetearía ahora mismo si lo tuviera delante, como si fueran los cantajuegos pero todavía más gritones, cantando el ‘Burrito sabanero’ y otras cosas muy extrañas. Pero protesté y fue peor porque al final, me tocó Raya Real y ya no había donde esconderse.
Y sacamos el árbol que mide dos metros o más, y a empujones lo montamos, bueno, lo montó el pater mientras la niña se le metía entre las piernas, dándole cabezazos en las rodillas y el pater se tambaleaba con medio árbol encima hasta que en uno de sus giros de caderas para esquivarla, me pegó un leñazo con una rama que casi me tira al suelo del impulso.
Por suerte, desde que soy madre soy más fuerte o al menos me quejo menos y con la boca doblada y la cara magullada de los refregones de las hojas empecé a desembalar las bolas como si no acabara de ser atacada por un árbol navideño gigante.
El trato era, yo le doy la bola a la pelirroja y le digo dónde colocarla, ella la coloca y todos felices. Pero no. Ella metía la mano en la caja sacaba las bolas como quien saca piedras y yo la perseguía con el alma en un hilo porque la mayoría se rompen y a pesar de mis indicaciones, la niña las colocaba donde le salía de la nariz, esto es, todas en el centro del árbol apiladas como fardos, dejando un árbol de estética imposible.
Tres bolas rotas después, una pegada y dos tiradas a la basura, y el tímpano perforado por Raya Real y los campanilleros mexicanos, la pesadilla terminó, aunque yo estuve sufriendo por ese árbol terrible hasta que la nena se durmió y pude dedicarme cual malamadre a cambiar las bolas de sitio y dejarlo hecho una monería.
Y feliz estaba yo admirando mi árbol cuando la nena –y el Terbasmin maldito- se levantó a hacer pis. Pasó por el árbol, lo miró, siguió andando, se detuvo y retrocedió hasta quedarse frente a él.
‘Mamá, yo creo que el árbol ze mueve porque mira que feaz ze han puezto las bolaz’ y antes de que pudiera rechistar, volvió a concentrarlas al frente, que la campanilla del angelote le sirve de sombrero al ratoncito del saco, que parece que está a punto de violar a la gnoma, que tiene la cara estampada contra una bola en forma de manzana, dejándose los mofletes contra la purpurina.
Pues eso, que como sea así toda mi Navidad igual me convierto en el señor Scrooge