La pelirroja es claramente del equipo del pater. Y no sólo porque ambos sean desordenados nivel ‘ha venido el FBI a hacer un registro y luego hemos celebrado una fiesta rave en el salón’, ni porque les guste la miel más que el chocolate –cuando todo el mundo sabe que la miel es vómito de abeja y el chocolate, un alimento divino - ni porque ronquen cual oso cavernario cuando duermen y nos hagan maldormir a los demás.
La pelirroja es del equipo del pater prácticamente desde que nació y porque lo lleva en la sangre. Da igual que sea yo quien la lleve al cine, al baile, quien la pinte como a una DragQueen los domingos por la tarde, quien le haga trenzas a los Pipi Calzaslargas a las once de la noche con los ojitos güertos, y quien se pase tres y horas metida en el agua del mar para que pueda fingir ser una sirena, mientras encojo la barriga, muero de hipotermia y recibo mil arañazos en las mejillas con los manguitos de Barbie de los chinos.
Es en vano. Es llegar el pater y la ingrata de se olvida de mi persona. Y si hay que acostarse con alguien, comer con alguien o ver una película con alguien, la lagartona siempre elige al pater, aunque eso sí, para que parezca justo hace como que lo sortea con el Pito Pito aunque cambia la velocidad de la canción o el silabeo para que el dedo le quede en el pater y, la muy suavona, encima finge sorpresa. Un despropósito.
Por eso, cuando me embaracé de Cigoto le pedí intrauterinamente –que es como telepáticamente pero a nivel orgánico- que me amara así, porque una también tiene su corazoncito y está harta de perder al Pito Pito y de ser el plan B para esta niña vendida, con lo poco que me ha gustado a mí ser el segundo plato, que eso es una cosa muy triste y muy de feas.
Buenos, pues la Divina Provindencia me lo ha concedido y Cigoto ama a su madre por encima de cualquier cosa –bueno, tampoco exageremos, que a las abuelas y al biberón del agua los ama igual-. Lo cual es bastante extraño porque lo mismo que con la pelirroja he sido una siamesa prácticamente desde que nació, al pobre pelirrojo no lo toco ni con un palo, que con esto de trabajar fuera de casa, más los extras de las colaboraciones, la casa, la maternidad y demás… no tiene una tiempo ni de mirarle a la cara al chiquillo.
Pues me ama. Muchísimo. Y cuando llego a casa, se le ponen los ojos como platos y me aplaude y me hace los lobitos y el indio y todas las monerías que sabe hacer, imagino que para conquistarme y que lo coja un rato y nos tiremos a la calle a ver la luz del día. Y claro, a una se le enamora el alma como a Isabel Pantoja… un ratito.
Porque no es oro todo lo que reluce. Vamos, ni una tercera parte. Que el hecho de que el hermanísimo me ame con esta intensidad es más bien una tortura que un regalo. Y es que cuando está con el pater y la hermana, el caballero es feliz en el gigantoparque con sus ruidosos juguetes viviendo su vida interior con pasión y a lo suyo, o en el cochecito, mirando entusiasmado, la vida en la corte de la princesa Sofía, pero es entrar una por la puerta y decir hola, y tenerlo retorciéndose como una culebra epiléptica y llorando como si se le fuera a salir el alma por la boca, clavándome los ojos como un animalillo atropellado.
Y claro, para no escucharlo porque a mí esto del llanto no es que me dé pena, es que me provoca una ansiedad muy de ingresarse, lo tengo que coger y cual madre marsupial llevármelo encima –como tengo yo las vértebras- a desvestirme, a hacer pipí e incluso a la ducha, donde nos bañamos juntos como amantes furtivos, para que no nos vea la pelirroja y quiera sumarse a la fiesta, que una siempre ha sido pudorosa y esta falta de intimidad postmaternal no me gusta ni una mijita.
Y ahora cuando llego del trabajo, ni saludo y tengo enseñados al pater y a la pelirroja que ni me miren y entonces me tiro al suelo como un marine y repto por detrás del sofá hasta el baño, mientras Cigoto juega a la granja distraído, para poder hacer pipí tranquila. Y a veces hasta me vuelvo a duchar sólo por el placer de hacerlo sola. Y me siento una triunfadora.
Qué vida más triste.